Entre los augurios y proyecciones de futuro, entre si colonizaremos Marte, si la inteligencia artificial nos someterá como esclavos, si seremos cada vez más tontos, y si Mirtha Legrand seguirá con sus almuerzos, hay una certeza que cada vez alarma más a los científicos: la humanidad traerá menos hijos al mundo. Por lo tanto, sobre el planeta habrá gente cada vez más vieja.

Una semana atrás se conoció un estudio difundido por CEPAL, de los propios argentinos: se estima que después del 2050, el crecimiento poblacional comenzaría a caer cuesta abajo. Y el 2100, lo celebrarán –si es que habrá razones para celebrarlo- la misma cantidad de argentinos que ahora. Pero, claro: mucho más viejos.

La tendencia de las parejas a no reproducirse ya está instalada entre nosotros. Para el 2015, una mujer en la Argentina, traía un promedio de 2,3 hijos al mundo –aunque nos preguntamos cómo será traer un 0,3 hijo al mundo-. Mientras que para el 2024, es promedio cayó al 1,5 y con el correr del tiempo, será, como hemos visto, un tobogán aún más vertical.

Entre tanto anuncio poblacional sombrío, aunque mucho más esperanzador a la hora de encontrar lugar para estacionar en CABA, cabe aquí preguntarse: ¿cuál será la noticia que espantará a tantas mujeres para convertirse en madres? ¿Qué sacudón vivirá la humanidad para que tantos hombres descarguen sus millones de semillitas al aire o en envoltorios de látex? ¿Será, en todo caso, como señalan las estadísticas, que ya hemos vivido esa noticia desalentadora y no nos dimos cuenta? ¿Será, y ya termino con las preguntas, que vivimos en un mundo dramático donde, si lo pensamos con lucidez y madurez, a nadie se le traería ocurría traer hijos ni mamado?

Cualquiera sea la respuesta, ya tenemos aquí ante nuestros ojos el descenso paulatino de niños a escala global. Hoy, ni en la Argentina, y menos aún en Europa, los padres –bueno, padres es un decir- no quieren cambiar pañales, ni que los despierten a la noche, ni tener que celebrar cumples de 15 y gastar un fagote de plata, ni tener que lidiar con los altos y bajos de toda crianza que implica mucho dinero, mucha caca por limpiar y una esperanza difusa de que las generaciones que vienen superarán a las que están.

Poco a poco, las plazas se convertirán en centros de ajedrez y juego de bochas. Disney cerrará sus puertas. Las empresas de golosinas se fundirán. Y este mundo, sin niños, será un lugar infinitamente más triste. Una raza que no apuesta al futuro, y no se renueva, inicia lentamente el camino de su partida final.