No todo en esta vida debería evolucionar. Ni necesita retoque tecnológico, ni photoshop, ni clonación, ni marketing alguno.
Pero al hombre le gusta meter el tuneo en todo lo que ve. Y así, en pos de ese tren bala que es la búsqueda de superación y el progreso, se han quedado atrás grandes cosas. Una de ellas, son –perdón si esperaba algo más grandilocuente- las golosinas de nuestra infancia.
Hay algo que no crece en nuestro interior. Y ese niño que llevamos dentro, no es que haya cambiado de gustos. Los gustos siguen allí, lo que cambió es la oferta en el kiosco, y muchas de esas golosinas que buscábamos tiempo atrás, ya prácticamente están desterradas de los locales. Y nuestro niño se amarga, se abandona, y, al fin, se hace adulto porque no le queda otra.
Yo siempre fui del rubro alfajor. Una golosina que, a la par era llenadora, y no dejaba de ser chocolatosa. Recuerdo los tres que solía comprarme: el Suchard –con relleno de mousse, de envoltorio rojo y negro y dorado-, el Ringo –hoy pieza de museo- y, si andaba corto de plata, el Guaymallén. De esos tres el que más se consigue ahora es el tercero. Pero el Ringo se extinguió y el Suchard es prácticamente inconseguible.
Ahora ofrecen alfajores de arroz, dulce de leche que no es dulce de leche. Alfajores de tres pisos. Se hacen competencias de alfajor –hace poco ganó uno fabricado en Monte Grande-. Y con cositas arriba que, se supone, deberíamos disfrutar. Pero ahí tiene: el alfajor es un rubro que, al igual que los bosques, las reservas naturales, y ciertas obras arquitectónicas antiguas, debería ser declarado patrimonio de la humanidad. Y, como tal, protegerse de estas innovaciones y que nadie le pueda meter un dedo encima.
No queremos alfajores de tres pisos ni de cuatro. Ni queremos que le quiten el tac. Ni lo que nos hace mal, pero nos hace tan bien. No se metan en modificar la fórmula de la harina. En fin, dejen al alfajor en paz. Así como está, funciona bien. Traigan, les pedimos encarecidamente, los alfajores que comíamos 40 años atrás. Devuélvanlos a los kioscos. Traigan su mouse, sus tapas crocantes y llenas de felicidad. Y permitan así que, los que ya peinamos canas, volvamos a sentirnos otra vez como niños. Y creamos que la vida, de vez en cuando, también puede ser dulce con nosotros.