Una semana atrás, junto con el aniversario de diez años de su muerte, salieron notas aquí allá y en todas partes de ese paladín juvenil que fue Rubén Peucelle, una de las estrellas de Titanes en el Ring. Los perfiles abundaban en detalles de la vida bohemia del “Ancho”: su timidez, su falta de ambición, y por último, su eterna bohemia que lo llevó a partir en una casilla de la costa de Vicente López, donde había decidido vivir, pese a otras alternativas más cómodas.
El Ancho fue de los primeros fisicoculturistas, el “primer patovica” se llamaba él, cuando el término era un lujo, y no representaba un aura de violencia y represión y vida nocturna.
Peucelle fue, por supuesto, un héroe de los de antes. Un héroe, como se decía, de los sanos: como Cantinflas, o el Chavo del Ocho. Un héroe de una generación que tomábamos leche chocolatada con galletitas y pensábamos que era lo más sano del mundo, y que el peligro siempre estaba muy lejos, en las noticias de internacionales de países remotos donde se la daban con todo.
Los Titanes en el ring eran un símbolo de un tiempo donde los buenos eran buenísimos y los malos eran malísimos. Y no había lugar para los grises. Los luchadores malos eran tan malos que incluso hacían maldad en todo su recorrido desde el vestuario al ring. Y lo mismo los buenos: no podían con su espíritu. Eran fieles a sus bandos 24/7.
El Ancho brilló en una época donde el bueno incluso tendía la mano del villano cuando caía en la lona y pedía clemencia. Y aún si esta no era sino otra trampa para batir a su rival, el bueno, le iba a dar mil y una oportunidades al villano para que, de una buena vez, abrace el lado del bien. Cosa que, para beneficio del rating, nunca sucedía.
Los buenos eran pura sonrisa. Y los villanos mostraban los dientes, aullaban a los niños y robaban las carteras de las ancianas.
Los que crecimos en tiempos de héroes como el Ancho y Titanes, y He-Man, y demás, se nos fijó a fuego el criterio del bien y el mal de modo indeleble: los malos siempre iban vestidos de oscuro, con capuchas y símbolos de esqueletos, y los buenos eran puro músculo y sonrisa, y estrellitas de colores.
Y por eso, pasado el tiempo, y ya crecidos nos costó tremendo esfuerzo, y dinero y tropezones, descubrir que el mal, la mayoría de las veces, venía con cara de bueno. Y viceversa. Así votamos a la gente equivocada. Nos casamos con gente equivocada. Y nos asociamos con gente equivocada. Y desgraciadamente, ya no estaba allí el Ancho Peucelle para venir a rescatarnos de la vida misma.