Que si correr o caminar. Que si es mejor correr en la playa, sumergiendo los pies en la arena. O es mejor en la montaña capeando la ladera. Que si es mejor el trote en el asfalto en horas no tan extremas del verano. O es mejor caminar regularmente llueve o truene.
La ciencia no se termina de poner de acuerdo qué es realmente mejor para nosotros. Mientras llegue a alguna conclusión, algunos, como el que escribe estas líneas, aguardan sentados en el sofá, sin mover un dedo. No vaya a ser que uno elija el método equivocado y luego sufra las consecuencias. Mejor, siempre el dolce far niente. O sea: no hacer nada. No mover un músculo. Dejar el cuerpo reposar en estado fetal, y recordar ese momento de gloria intrauterina donde simplemente se dedicaba a flotar alegremente en la panza de mamá.
Ahora, para seducirnos, y sacarnos de nuestra inoperancia aeróbica los medios resaltan con bombos y platillos una nueva forma de caminata que, juran, nos asegura un ejercicio completo. Lo llaman la caminata nórdica. A diferencia de la caminata común y silvestre, le suman dos bastones. Dicen que así, mientras uno despliega brazos y hombros al compás de la marcha, todo el cuerpo se envuelve en un desgaste físico renovador. Que nos permite fortalecernos por completo. Y generar todas esas sustancias químicas que, dicen, se multiplican cuando sudamos la gota gorda. “Esto activa el 90% de los músculos principales y permite una quema calórica entre 20 y 40% más que una caminata normal”, aseguran los practicantes.
Pero qué quieren que les diga: en lo personal, miro todas esas novedades como si fueran exploraciones a la Antártida. Es decir, son todas cosas que nunca visitaré ni practicaré. Espero aquí sentado hasta que una máquina produzca todo eso en mí sin tener que salir de casa, ni dejar el sofá por motivo alguno, excepto, claro que se acabe el mundo: ese espectáculo merece que uno levante el trasero y lo vea con sus propios ojos.