Tiempo atrás, los aviones pequeños eran un juguete hermoso: había planeadores en madera balsa que atravesaban los parques en un vuelo fabuloso y único, otros, para los de más dinero, a control remoto que eran la envidia del barrio. Y por supuesto, siempre estaban los barriletes que era una suerte de modelo unicelular de avión nac and pop. No tenían dos alas, no calificaban de aviones, necesitaban de una cuerda pero nadie lo podía negar: volaban.
Sin embargo, la irrupción del dron en nuestros cielos a pesar de que ya sea costumbre, es algo completamente nuevo. Antes, los avioncitos eran allí arriba una fiesta, ahora nos pueden liquidar a todos.
A lo largo de los siglos, la humanidad se ha esforzado para que matar sea una actividad cada más fácil, más cómoda, más lúdica y, sobre todo, más eficaz. Y el dron, esa mezcla de avión y helicóptero, de multiventilador portatil, juego de niños y arma de guerra, llegó para cubrir esa eterna demanda.
No más avioncito inocente atravesando los cielos barriales. No más juego de niños. Ahora el dron es la avanzada de la industria bélica. Más aguerrida una nación, mejor desarrollo de drones tendrá. Los países que producen los mejores drones ya los exportan a guerras ajenas y hacen de las suyas en todo el planeta.
Y así están las cosas. Dentro de poco, el mercado de las armas viendo el filón, desarrollará peluches bomba, Playmobils que provocan catástrofes y Barbies que disparan gas mostaza. Y para el día del niño, los padres ya no sabremos qué corno regalar sin poner en jaque a todo el barrio.