Es así: todos tenemos lágrimas. O deberíamos. Si no las tuviéramos, el ojo no podría lubricarse y entonces sí, sería un problema. Los expertos juran que, cada vez que parpadeamos los ojos se lubrican. Pero claro, como todo en la vida, a no todo el mundo le funciona el mecanismo. Y cada vez más gente –en la Argentina, por lo pronto, el 40% de la población- padece algo llamado ojo seco.
Las razones: mal dormir, tomar ansiolíticos, tener lentes de contacto, estar viejo, o simplemente mucha maratón en la pantalla. Pero lo cierto es que, hay gente que por más que quiera, no llora. Por más que vuelva a ver la telenovela de Andrea del Boca, por más que escuche música de violines, su gato muera, o corte cebolla, no hay caso: está gente, los ojos secos, no llorarán.
Haga la prueba: vaya por la calle ahora mismo, y con una simple panorámica visual podrá detectar cuánta gente anda allá afuera con la cara de piedra y los lacrimales atrofiados. Conocí gente así: nada los sorprendía. Nada los emocionaba. Nada les producía el menor hervidero sanguíneo. Simplemente pasaban por la vida blindados y en una burbuja envasada al vacío de emociones.
De no creer: pero los de ojo seco, están por todas partes. Y vaya a saber uno si es por el mal dormir o la hipermedicación o no sacar los ojos de la pantalla, pero lo cierto es que la sequedad ocular habla mucho de su sequedad interior. Los ojos, ya lo dice el refrán, son las ventanas del alma. Y un ojo seco es como vidrio polarizado. Lo que hay allí detrás, lo que se esconde detrás del desierto de lágrimas, mejor ni enterarse.