Hace medio siglo que ya circulan películas donde los ET nos visitan en sus múltiples formas: amigables, aterradores, cariñosos, enigmáticos, humanoides. Sin embargo, más allá de un puñado de documentos gubernamentales donde supuestamente certifica su presencia en el planeta, y videos que, a esta altura de la tecnología, ya son imposibles de certificar, lo cierto es que los alienígenas no les viene muy en gana venir a visitarnos.
¿Por qué será? ¿Seremos demasiado salvajes para ellos? ¿Serán veganos y pensarán que somos unos caníbales, basados en ciertos videos tomados de parrillas libre? ¿Habrán sacado, los muy astutos, una conclusión errada sobre nosotros, o como mínimo exagerada, y ya no lo piensan cambiar?
Nadie lo sabe. O nadie lo dice. Mientras tanto, enviamos cohetes cada vez más baratos con la esperanza de que, en fin, si no vienen ellos a visitarnos, iremos nosotros. Vaya uno a saber: tal vez los alienígenas son más bien domésticos, y toda esta cultura sci fi de las navecitas son una recurrencia de última necesidad cuando sus planetas están al borde de la extinción. Si no, ellos prefieren quedarse en casa, en el barrio, con toda la tecnología acolchonando una vida sin prisas ni piquetes ni inflación. En un escenario así, ¿para qué perder tiempo visitando una lejana especie perdida, que aún se bombardea como si fuera lo más normal del mundo?
Tal vez, efectivamente las visitas de platillos voladores en todos sus tamaños y luminosidad, no sean sólo testimonio de un puñado de chiflados. Si no que son registros posta: ellos vienen. Pero así como vienen, se van. Casi ni se toman el trabajo de poner un pie en esta tierra tan sucia, tan tóxica, tan llena de ondas electromagnéticas que seguramente les cae pésimo a la ultrasensibilidad del alienígena, y toma lo que ha venido a tomar –agua, oxígeno, discos de Elvis- y vuelven raudamente a su planeta antes que alguien lo descubra y lo suba a Instagram.
Hay quienes sostienen que los alienígenas siguen una suerte de pacto intergaláctico: no es que se nieguen a visitarnos porque son jodidos o solitarios, es simplemente que no pueden intervenir en nuestro mundo. Y así nos dejan hundirnos en el hondo bajo fondo donde el barro se subleva, hasta que, vaya uno a saber, tal vez con viento a favor, en algunos milenios levantemos cabeza y veamos el sol.
Mientras ese momento no llegue, no hay tu tía: los alienígenas seguirán siendo para nosotros, lucecitas en el cielo. Hasta quizás, que le mandemos un cohete bien lejos y mandemos un astronauta valiente que le toque el timbre de sus remotísimas casas. Y entonces sí: verán lo que es tener de vecino galáctico a un ser humano.