Que la Inteligencia Artificial llegó para quedarse es un hecho. Incluso, nadie sabe a ciencia cierta si el ser humano llegó para quedarse, pero ese es otro debate.
Lo que queremos contar hoy aquí es cómo esta manía por digitalizarlo todo se ha metido a confines impensados: bandas de rock con miembros ya finiquitados y bajo tierra hace largo tiempo, que salen de gira dando shows con avatares en 3D. Artistas que siguen pintando después de muertos. Y cantantes que siguen poniendo su voz y componiendo nuevos temas aún cuando sus cuerpos ya han sido, tiempo atrás, roídos por el gusanismo que todo lo puede.
La frontera entre realidad y ficción nunca estuvo tan borrosa. Pero, claro, que se meta la IA con el arte y la creatividad cultural, vaya y pase, pero que se meta con la espiritualidad, ¿no será demasiado?
Pero los hechos hablan por sí solos: en Suiza, meses atrás, un equipo de teólogos e informáticos de la Universidad de Lucerna, crearon un holograma de Jesús que responde dudas y da consejos en 100 idiomas. La iniciativa causó revuelo mundial entre los fieles y disparó una pregunta impensada: ¿habrá en breve imágenes de Buda digitales que enseñen a meditar en los montes del Tíbet? ¿Podrá la IA recrear a Moisés para bajarnos las tablas de ley de forma interactiva en un diálogo en vivo y una experiencia inmersiva? ¿Hasta dónde llegará esta tendencia a teñirlo todo con IA?
En un futuro no tan lejano, ¿tendremos experiencias inmersivas donde comeremos un alfajor que no existe? ¿Saldremos con parejas que, muy en el fondo, son un andamiaje de algoritmos bellamente ordenados? ¿La pizza de muzarella elaborada con IA será más rica que la pizza de Banchero?
La IA no tiene límites. Puede devolver a los muertos, regresar a los Beatles a escena y devolver a Muhammad Alí a los rings. Puede hacerlo todo, sin tiempo y sin medida. Hasta que alguien la desenchufe definitivamente, y los muertos vuelvan a sus tumbas, los Beatles regresen a los discos, y Jesús vuelva a los libros sagrados y, claro, las películas de Mel Gibson.