Si hay algo tiene de bueno el cambio climático es que, cada dos por tres, los medios anuncian el descubrimiento de fósiles antiquísimos que, con el derretimiento de los polos, comienzan a salir a la luz.
Pasó meses atrás, en los Alpes con rastros de vida de más de 280 millones de años recuperados a tres mil metros de altura: incluían huellas de reptiles y vaya a saber qué, y gotas de lluvia de cientos de millones de años atrás cuando no existía ni el tataranieto del paraguas.
Y, como suele suceder con los descubrimientos, nos revelan qué tan poco sabíamos de aquello que, nos enorgullecíamos, creíamos conocerlo todo.
Siempre sucede de la misma forma.
Más nos adentramos en el cosmos, por ejemplo, más tiemblan las concepciones del origen del universo, las creaciones de las galaxias y los viajes interestelares. Más buceamos en nuestro pasado, y resulta que ni siquiera estamos seguros de si los dinosaurios tenían o no plumas –mal que le pese a la saga Jurassic Park- o si fueron extinguidos por un meteorito o por qué chisporroteo planetario o simplemente se aburrieron de estar con nosotros.
Saber tiene ese sinsabor: el dejar el orgullo atrás.
Más y más seguirá derritiéndose este mundo como cucurucho al sol, más nos revelará sus secretos sumergidos en hielo por toda una eternidad.
Tal vez las napas, convertidas ahora en agua, no sólo ahoguen ciudades y hagan la vida del ser humano aún más apretada en tierra firme, además nos permitan conocer más de nosotros mismos. Y más de cómo hemos metido irremediablemente la pata hasta el fondo. Y ahí sí: no hay hielo que se derrita y nos permita sacarla de una buena vez.