Podrá este mundo evolucionar –al menos tecnológicamente-, podrá la humanidad prolongar su vida –y así tener más tiempo de desperdiciarla viendo videítos en la red-, podrá ser testigo del nacimiento de nuevas modas y la muerte de viejas modas. Aún así, nunca perderá algo cifrado en su ADN: su pasión por ver músculos. 

Claro, no músculos sueltos, anatómicos y clínicos, no. Hablamos de músculos arraigados a cuerpos que alguna vez, tiempo atrás, fueron humanos como usted y como yo, y ahora califican prácticamente de superhéroes. Montañas inabarcables de pectorales y qué se yo que, coronados por caritas pequeñas, sonrientes después de tanto sacrificio. 

Aunque, claro, sin ningún poder especial excepto los famosos músculos que tanto nos gusta ver.

No se trata ya de belleza aquí, se trata de una forma cruda y carnal de poderío: ver quién de todos ellos, sin ánimos de ofender, lo tiene más grande. Más inflado. Más potente. Hablamos del músculo, obvio.

Y en esa carrera por la musculatura perfecta, se sucede cada año el legendario torneo en Las Vegas de Mr Olympia –va por la edición 61 que acaba de culminar- donde tipos y tipas del mundo entero se suben a una tarima embadurnados en aceite y hay gente que decide quién está más inflado que quién: una combinación de masa, definición y simetría muscular. Y se vota. Y el ganador y ganadora se lleva una estatuilla, más 600 mil verdes, y tal vez, lo contraten para publicidades de autos, o lociones, o ropa interior y si tiene suerte en una producción de Hollywood donde hará de buenazo o buenaza hasta que un banda de palurdos lo hagan enojar y agarrate. Recibirá, como decíamos toda esa paleta de ofertas hasta que se celebre una nueva competencia Mr. Olympia y venga otro rey del músculo y lo destrone con un simple movimiento coordinado de bíceps y tríceps, y si se te he visto no me acuerdo.

Y volveremos a detenernos por unos días para ver desfilar musculaturas bien asentadas del mundo entero, relucientes y bronceadas como el roble, y nos maravillemos una y otra vez ante la anatomía humana. Esa poderosa maquinaria que, a juzgar por el sedentarismo de la vida moderna, sólo usaremos para dar clicks en nuestro móvil abrazados por sofás cada vez más adictivos y cómodos que atentan, por supuesto, con la inflación de nuestra musculatura cada vez más derretida y que no da ni para publicidad de birra.