Por Cicco. Nació en Monte Grande. Se crió en Villa Diamante, la contracara de la cuna de oro. Mientras sus compañeros salían a jugar fulbo, él, Luis Salinas, groso de los grosos, genio tapado por el mundanal ruido de artistas estridentes al divino botón, aprendía a tocar la guitarra. Y siguió. Y lo hizo, como debe ser, con el corazón al frente.
Queremos tanto a Luis. Su papá, también Luis, músico, era hombre orquesta. Tocaba en Chaco, ganaba concursos, pero no tuvo fortuna financiera. Pasaron 27 años hasta que Luis tuvo su primera guitarra propia. Antes, las tocaba de prestado. Así sacó un sonido a todo instrumento, por golpeado y medio pelo que fuera.
La primera vez que lo ví a Luis en vivo, no sólo sorprendía la habilidad del tipo para llenar un concierto sólo con su guitarra. Sorprendía que no era avasallante. El sonido era, por momentos, tan bajito, que tenías que inclinarte para escucharlo mejor. Un grande.
La obra de Salinas, como sucede con los clásicos, es toda buena. A mí, igual, su disco favorito es Sólo guitarra, donde versiona desde el tango Uno, hasta esa lágrima romántica llamada Alfonsina y el Mar.
Llenó cinco Lincoln Centers en Nueva York. Lo admiran desde el jazzero mítico George Benson hasta el rey del blues B.B.King. Amigo del legendario Paco de Lucía, que en paz descanse, y de Tomatito. En la Argentina, entre músicos, decir Luis Salinas es como bajar un martillo: no hay otro como él. Compuso con el Flaco Spinetta y tocó con Mercedes.
Luis no para y no queremos que pare. Sacó discos triples y más. Se mete con la chacarera, el rock, el blus, el tango el folklore, y están los pelagatos que dice que abarca mucho y aprieta poco. Ilusos. “No estás tocando las notas”, dijo Luis un año atrás, a Clarín, mientras presentaba sus conciertos con su hijo Juan, “estás tocando lo que hay detrás”. No hay otro como él.