Por Cicco. Una vez el gran Alejandro Dolina se preguntó: Y toda esas bolitas que jugábamos de chicos, todas esas generaciones y generaciones de niños que coleccionaban bolitas, ¿dónde han ido a parar? (Mil disculpas: Puse la declaración sin comillas porque no me la acuerdo bien). Cuánta razón tenía Alejandro. Y todo el escándalo nacional de la única fábrica de bolitas con un pie en el abismo por el tarifazo de gas, puso el asunto de este juego nuevamente sobre el tapete. Así que vamos a tratar del tema, con la profundidad, la lucidez y la chispa que nos caracteriza, antes de que la bolita cumpla su destino histórico y vuelva a perderse para siempre, vaya a saberse dónde.

 

Las bolitas tienen un no sé qué. Esto, todo varón lo sabe. Hay una fascinación mágica en esa pelotita con un misterio fulgurante en su interior. Una mística que parece, por momentos, burbujeante, por momentos un espiral del arcoíris. En fin, para todo varón una bolita significa mucho más que una bolita. Es un tema casi religioso.

El que sabe de bolitas, reconoce el exotismo y el valor de una bolita con solo mirarla. Porque no todas las bolitas son las tradiciones con el espiral tricolor. Había –las hay- bolitas blancas –de leche-, bolitas negras, azules, y algunas asumían un color único producto de una amalgama de factores mágicos que, cualquier adulto denominaría, error de fábrica. Esas eran las mejores.

Mi generación, los nacidos en los ’70, ya había perdido el hábito de jugar bolita, que nuestros padres llevaron al pico máximo. Cada vez que podía, papá nos explicaba las reglas de los dos o tres juegos que él conocía. O nos traía bolsas de bolitas en red pero, tras la fascinación inicial –ese encandilamiento hipnótico de toda bolita atravesada por la mirada de un niño- perdíamos el interés. Y nuestras bolitas, mal cuidadas, olvidadas en bolsas, fondos de cajones y demás, siempre desaparecían. Con lo cual, en pocas semanas nuestro número se reducía a la mitad. Y a los meses, ya nos quedábamos sin bolitas. Papá no podía creer nuestra falta de preocupación, nuestra falta de respeto hacia el mandamiento que él y sus amigos habían mamado y practicado a lo largo de la infancia: “Nunca descuidarás a tu bolita” (Esto sí lo pongo entre comillas porque me lo acuerdo bien). Hay que darle bola a la bolita, de lo contrario, existe una función mágica en ella cifrada en sus burbujas interiores que, cuando detecta en el niño, desatención desaparece. Vuelve al mundo, a una dimensión paralela de donde viene toda bolita.

Pero así son las cosas. Nuestra generación, empezó a abrazar el Attari, luego los video games portátiles –el famoso reloj video game-, y así la bolita fue corriéndose, poco a poco, dando paso a nuevos entretenimientos, o por así decirlo, fue rodando, cuesta abajo. No recuerdo, en mi infancia, haber jugado más de 10 veces a la bolita con amigos. Y esto es porque, seguramente, alguien acababa de recibir bolitas de regalo. Es decir, aún no se habían perdido. Pero déjeme decirle algo: a pesar de nuestro maltrato, a pesar de que nuestros hijos juegan menos que nosotros a las bolitas y, de hecho, algunos no vieron una bolita en su vida. A pesar de todo ese estrago antibolitero a cuestas, cuando un puñado de medios puso en dudas la continuidad de Tinka, la única fábrica de bolitas de Sudamérica –produce desde 1953-, los dueños salieron al cruce: dijeron que nunca imaginaron cerrar. Jamás de los jamases. Nunca. Never. Ni se lo preguntaron.

Y es cierto. Tal vez, la bolita no sólo resista la suba del gas. La falta de interés de los niños. El consuelo zonzo del vidrio hecho pelota de que tal vez algún día recupere el esplendor perdido y vuelva a ser querido y venerado por niños y grandes. Tal vez, la bolita sea la única cosa que sobreviva a este mundo cuando todo sucumba. Tal vez, lejos en el tiempo, cuando este planeta sólo quede un puré de lava y gas, una criatura del espacio llegue y recoja muestras de este lugar y encuentre allí en el calor, titilante, intacta, una bolita celeste. Y ella sea el único testimonio de que, en este lugar existió vida. Y juego. Y magia.

Porque quién puede negar que Dios cuando creó el cosmos y los sistemas solares y demás, no fue sino en homenaje y santa afirmación de que el juego de bolitas no sólo será eterno. También es divino.