prince

Hace tiempo que quiero escribir sobre Prince. Pero luego llegó su muerte repentina. Y luego pasó un tiempo de su muerte repentina. Así que ya no quedan más excusas periodísticas para hablar de Prince excepto por el hecho de que uno simplemente quiera hablar de Prince y escriba una columna llamada Crónicas desinformadas, donde pueda permitirse esta falta absoluta de actualidad en sus textos.

Prince fue, por así decirlo, mi ídolo de la infancia. Excepto Shake y el, por entonces, rarísimo Álbum Negro, tenía todos sus discos, la mayoría en casette. Tenía una remera con su foto estampada, en cuero, pecho peludo y tocando una guitarra celeste, que usaba día y noche. Tenía un pendiente en collar con su símbolo hermafrodita –ni sabía su significado sexual oculto- . Y mamá me había cosido una camisa en blanco y negro, la misma que él usaba en sus conciertos. Tenía tanta onda esa camisa que mi hermano Walter, me la sacaba para ir al boliche. Parece que le iba bien.

Yo era demasiado chico cuando vino a tocar a River y se armó un escándalo porque tocó ocho temas –los estipulados por el contrato- y no volvió a salir. Pero conseguí el Suplemento Sí, de Clarín, de esa fecha para enterarme cómo fue todo. Prince decía que los argentinos no lo alentaban lo suficiente y por eso desistió de seguir. El Flaco Spinetta, uno de sus fans, decía que a pesar de lo corto, había sido uno de los mejores conciertos de su vida. Daniel Grinbank, que lo trajo, se lo quería comer crudo.

Me encantaba escuchar Prince, por entonces, porque a ninguno de mis amigos le gustaba. Prince era como un tesoro oculto. Música sólo para entendidos. Discos secretos de culto. Y su vida, su personalidad, sus caprichos, también eran un misterio. Una vez que andaba con ganas de casarse, puso un aviso en los diarios para encontrar a la chica más bella del mundo. La que ganaba, dijo, se casaría con él. Un loco bárbaro.

Tenía una pica histórica con Michael Jackson, al punto que cuando lo convocaron para cantar en We are the World, ese himno solidario de los ’80 donde las estrellas pop norteamericanas cantaron para ayudar a los niños en África, él se negó a hacerlo porque, dicen, todo lo había organizado Michael.

Eran caras de una misma moneda. Mientras Michael era popular y apto para todo público, Prince se mantuvo siempre un poquito al margen y sólo para un público de entendidos. Siempre talentoso. Siempre raro.

Desde hace tiempo se había convertido en Testigo de Jehová, y hasta fue puerta a puerta a convocar nuevos fieles. Venía de una familia pobre y terminó amasando una fortuna. Sin embargo, en la recta final de su vida, sus finanzas habían venido a pique. ¿Por qué motivo? Porque creía –y quería- tanto a su música que se negó a permitir que sus canciones fueran a parar a publicidades, a You Tube o a engrosar la lista infinita de artistas en Spotify. No quiso subirse a la nueva ola y la nueva ola lo castigó con dureza. Se perdió así de ganar pilas y pilas de dólares. Prince venía de un largo pleito legal con la Warner, su discográfica, al punto que, en el pico del duelo, decidió cambiar su nombre por el de un signo impronunciable. Todo para joderle la vida a los que querían joder su música.

Pocos músicos quedan como él. No sólo porque Prince tocaba todos los instrumentos y muchos de sus mejores discos son tan solistas que los hacía, íntegros, sin ayuda alguna. Quedan pocos músicos que, verdaderamente, apuesten tanto a su obra aún sabiendo que esa apuesta los hará perderse de negocios millonarios.

Hoy en día para conseguir o escuchar la música de Prince, hay que hacerlo a la antigua: comprando sus discos. Y no hay mejor homenaje que ese, para recordar al hombre que hizo el corte de manga a la industria discográfica más grande en la historia del rock.