No le llega al bandido. No le toca al loquito. Y no se mete con el corrupto. No le llega al ladrón ni al asesino. No le llega ni al vicioso. Ni al lumpen. A todos eso, los pasa por alto.

Una cosa es la condena penal. Y otra, muy distinta, es la condena social, ese monstruo grande que pisa fuerte toda la pobre culpabilidad de la gente. Una, la primera, se rige por el peso de la ley. La otra, por una intuición primitiva, una amalgama de límites y tabúes, de permisos y prohibiciones que nos une a todos en esta gran familia argentina que de tanto en tanto, dictamina quién debe ser expulsado del hogar a las patadas.

¿A quién le cae entonces la condena social? ¿A quién le corresponde el puntapié en el traste? ¿Por qué esta gran familia se ensaña con los dichos de Gustavo Cordera y pasa de largo los actos del Bambino? ¿Por qué pone bajo amenaza de muerte a su familia pero celebra el noviazgo de Charly con una chica de 16, avalado hasta por los suegros?

La condena social no se molesta con las ovejas negras. Con casos perdidos. Con el que nunca aprende. ¿Y para qué pobrecitos, si están, se dice, tan perdidos? No hace falta patearlos en el piso. Son bufones para reírse. Son los buenos para nada que necesita la gran familia para usar de malos ejemplos y no sentirse tan poca cosa.

La condena social, en cambio, se la agarra con el moralista, con el que tiene chapa de bueno. Con el que hace carrera de salvador. En fin, con la carne tierna.

No es lo mismo si un panelista de chimentos se agarra, mamado, a los bollos en un bar. Que si el mamado que se trenza a los bollos es el impoluto Juan Carr. Esto merecería, claro que sí, la condena social unánime. La quita de sponsoreos. Las portadas en los medios. La tribuna televisiva debatiendo qué le pasó a Carr. Y la puesta en jaque de toda una vida dedicada a ayudar. Un tigre con una mancha sigue siendo tigre. Pero una blanca palomita de la paz, parece enferma.

Con esto no queremos equiparar al solidario Carr con Cordera. No, señor. Lo que decimos aquí es otra cosa: Cordera hizo de la bajada de línea, de la división entre buenos y malos, condenables y rescatables, el eje central de muchas canciones –lo mismo le sucedió en los ’80 a María Amuchástegui cuando encarnó la salud, la alta alcurnia y la felicidad aeróbica, hasta le endilgaron un desliz televisivo eterno-. Cordera indagó en qué significa la argentinidad, y concluyó que, buena parte de sus rasgos, son pura merda. Señaló. Fustigó. Puteó. Y ahora, con el viento en contra, la familia, esta gran familia argentina, le abrió la puerta, le señaló la salida y le dio un botinazo de ida. A ver si aprende que, sin la aprobación de papá, uno no es nadie en esta vida.