Azul le pusieron los europeos que la vieron por primera vez y se pasaron el dato de que allí, en ese lugar sagrado, había 21.043 mosaicos tan azules que parecían sacados del agua. Pero esto es lo que ve la gente que no ve: apenas colores y formas. Pero lo cierto es que la Mezquita Azul, en el corazón de Estambul, Turquía, se llama en verdad, Sultán Ahmed, en honor al líder otomano que se propuso construirla allá por el 1600. Y esos mosaicos dan cuenta de 50 diseños diferentes de tulipanes –hoy en día Turquía, está en segundo puesto detrás de Holanda, en la producción mundial de tulipanes-.
Contagiada por miedito que fogonean los medios, la gente en Occidente, sólo escucha hablar de una mezquita cuando alguien la hace explotar por los aires. Las mezquitas caen más en la sección polítca internacional que en la del suplemento de arquitectura del fin de semana.
Pocos se ocupan en rastrear la mística que encierran estos lugares en el mundo islámico, donde congrega fieles a rezar cinco veces al día –en los lugares más ortodoxos, la ciudad literalmente se detiene-. Mezquita, el origen de la palabra en árabe, significa postrarse. Mezquita es, en definitiva, el lugar donde los musulmanes se postran.
Antiguamente las mezquitas eran en sí mismas ciudadelas: aglutinaban el mercado, la madrasa –escuela-, y el lugar del poder político. En el mundo hay, como podrá imaginar, toda clase de mezquitas: mezquitas bajo tierra, mezquitas en cementerios, mezquitas construidas en mármol, mezquitas labradas en muros de piedra, mezquitas al aire libre en lo más alto de las montañas, mezquitas en el desierto, mezquita en el bosque. Hay para todos los gustos. Aún así, la Mezquita de Sultán Ahmed es tal vez, la pieza más exquisita de la arquitectura otomana y una el más bellas del mundo islámico. El sueño de un sultán que quiso devolver a Constantinopla –ya en manos de los otomanos- el esplendor perdido. La construyó frente a la iglesia de Santa Sofia –una forma de medirse con el pasado cristiano de la ciudad- y es la única –puede chequearlo en Wikipedia- con seis minaretes que comunican el llamado a la oración.
Hay quienes dicen que el Sultán Ahmed la ordenó construir para revertir años de reveses en las batallas. Un guiño a Dios para que lo llene de sus favores. Otros sostienen que fue una forma de saldar una deuda religiosa: en lo que iba de su mandato, no había dedicado tiempo ni presupuesto en 40 años a la construcción de mezquitas. Cosa que sus predecesores, habían hecho con tesón.
Para darle salida a la fiebre de los argentinos por conocer Estambul, esa ciudad estratégica, de ensueño, dividida por el mar y surcada por albatros, la gente de la Turkish Airlines, la línea aérea nacional, dispuso de vuelos diarios de Buenos Aires a Estambul en aviones con más capacidad. Es comprensible: tanto furor por la telenovela turca, tanta estrella turkish desplazando al galán latino, hizo que los argentinos cayeran año tras año rendidos por el encanto de Turquía –hasta mamá viajó-. En el 2015, volaron un 84% más de argentinos que un año atrás. Difícil creer que el sacudón político y militar de hace unos meses, modifique, a la larga, esa tendencia. Los turocs y los argentinos tenemos una relación familiar y amorosa. Nosotros somos muchos de sus nietos. Y para ellos, somos su segunda selección de fútbol favorita –detrás de la suya, claro-.
Estambul tiene un no sé qué: cuadras que amalgaman un Starbucks, un café turco, y ups, un cementerio. Y todo eso sin perder la línea. Ni retros. Ni modernos. El equilibrio justo.
Ay, Mezquita Azul qué bien se te ve. Una postal en sí misma, bañada por el mar del estrecho de Bósforo –si reza ahí verá, por algunas de las 200 ventanas, los barcos entrar y salir de sus costas-. Compararla con el Obelisco, nuestro monumento patrio por excelencia, ciego, decolorido y primitivo cual punta de lanza, parece un chiste malo.