El tipo inventó el rock and roll, no es moco de pavo. Lo extrajo, cual cirujano, de sus raíces bluseras y le dio un acelere, al día de hoy, imposible de parar. A Chuck Berry le debemos nada más y nada menos que eso.

Bob Dylan lo llamó el Shakespeare del rock. Y Leonard Cohen dijo: “Todos somos notas al pie de Chuck Berry”.

No hay guitarrero en este mundo que no haya buscado, con mayor o menor suerte, reproducir el inicio del hitazo “Johny B. Goode”. Aún ahora, sigue sonando filoso, provocativo, moderno.

Pero resulta que como todo precursor de algo grande, Berry, tras esto, se sentó en su trono y esperó. Espero y esperó. Esperó por 38 años sin nada nuevo bajo el sol hasta que, reciencito nomás, decidió que más que espera era vagancia y, al fin, sacó un nuevo disco.

La razón: un número redondo, como tanto nos gusta a los periodistas. Berry cumple 90 años y edita “Chuck” donde se lo ve jovencísimo, guitarra en mano, jopo impoluto.

Chuck, ahora al menos, es un hombre de familia. Y dedicó el disco a su señora, y trajo a sus hijos a tocar, que lo acompañan de gira en gira. Inventó un género e inventó su propia coreo: el paso del pato, un salto agazapado, sin soltar la guitarra, su gesto de guerra.

Chuck tuvo una vida rocanrolera: lo detuvieron de joven por robo a mano armada. Fue preso tres años acusado de abuso y le allanaron la casa buscando drogas. Aún hoy, miles de perejiles en todo el mundo caen en prisión, pensando que son re rockeros.

Tiempo atrás, mucho, pudimos verlo en su visita a la Argentina, en el Estadio Obras. Tocó poco: una hora –lo mismo que Jerry Lee Lewis-. Fue correcto, preciso y emotivo. Y hasta hizo, inmortal, el paso del pato. A algunos la hora les resultó poco –a Lewis le revolearon las sillas-. Pero si algo nos enseñó Chuck es que las leyendas no se discuten.