Se supone que es la edad donde uno todo lo sabe y todo lo comprende. Pero, a juzgar por las declaraciones de artistas reconocidos y celebridades, parece que lo peor que puede pasarle a uno en esta vida es hacerse viejo. “No sirvo para viejo”, reconoció el Indio Solari en una entrevista reciente. “Decrepitud son esos 30 años que nos da la ciencia después de los 50”.

 

Asombroso: en el momento en que uno debe cosechar lo sembrado, compartir lo aprendido y dejar un legado cual moraleja existencial, la gente dice: “No, gracias. La vejez no es para mí”.

Siempre toda exaltación es en pos de una negación. Son tiempos de exaltar la frescura de la juventud, la plenitud, la acción, la fibra alerta del que aún tiene media vida por vivir. Por eso, todo lo que vengan con arrugas es pianta voto.

La tele las maquilla. Las revistas les ponen photoshop. Y la gente común y silvestre, por fuera, se inyecta botox, y por dentro, se quiere matar.

La vejez nos sienta para el traste.

Sin embargo, a lo largo de la historia, grandes pensadores, artistas y líderes políticos, encontraron en la vejez el punto más elevado de sus carreras. Descubrieron que hacerse grande, bien llevado, es el equivalente a aprender de todos los errores que cometió. Es, por decirlo así, hacerse sabio.

Esta vida no se trata de las cosas que a uno le tocan vivir. Se trata de lo que uno hace con las cosas que le tocan vivir. Esta vida es una escuela. Y, curiosamente, la mayoría no quiere egresar. Se resiste a que le den el título y convertirse en maestros. Quieren pasar siempre, siendo niños eternos. Siempre rubios. Siempre plenos.

Sólo el ser humano le da la espalda a su destino. Es como un olivo, antiguo, cargado de aceitunas, que extraña los días cuando era brote y tenía todo el futuro por delante. Así su fruto se pudre, y nadie puede beneficiarse de él.

Negar la experiencia de la vejez es como negar el otoño y el círculo perfecto del ciclo de la naturaleza.

Esta vida es un viaje. Pero nos enamoramos de la nave. De los asientos. Del volante. Le colgamos fotos, le ponemos colores copados y comparamos nuestra nave con la nave de los ricos y famosos. Y así pasa el tiempo. Y en lugar de viejos sabios, nos volvemos viejos chotos. Y, el día del despegue, el día que nos llaman de la torre de control, olvidamos que esta vida trataba nada más que de aprender a volar.