Era una tarde de sol en la peatonal Florida. Bueno, no sé si había sol. Pero las tardes de sol hacen pensar en la escritura que todo va a salir bien. Así que: había sol en esta historia. Además, fue hace tanto tiempo -¿15, 17 años?-. La memoria no es lo mío. Pero lo importante aquí es que comprar cidís antes era una aventura llena de adrenalina, y nadie, por ese entonces, podría decir que aquellos días iban a terminar.

Me acuerdo del hombre que atendía el local, alto, amable, rockero. Me acuerdo, digo, porque iba regularmente a su tienda de discos. Atendía en la cabecera de una galería de Florida. Y al comienzo, iba a verlo para que me grabara discos –me cobraba claro-, y luego a comprarle cidís importados. Había que ir a su local –no tenía teléfono- pedirle el disco y el hombre, con cierto aura de misterio, decía: “Veré qué puedo hacer. No te garantizo nada. Volvé en un mes”.

Y ese mes, era una tensión constante. No se pasaba más. Uno volvía a recordar las palabras del hombre: “no te garantizo nada” o “veré qué puedo hacer”, y la fragilidad de la promesa hacía que todo el asunto tuviera más intriga. Nunca supe si el hombre tenía un amigo en Estados Unidos que le compraba los discos, o un empleado viajaba cada mes y le traía los encargos. Un cidí importado en esa época, salía el doble que uno editado en sello nacional. Pero el esfuerzo, la espera, y la guita valían la pena: los cidís importados traían mejores cuadernillos, y además, si no era por esa vía, olvidate de escucharlo.

Así que uno regresaba al mes, esperanzado. Y ahí estaba el hombre, misma sonrisa, misma amabilidad, mismo misterio. “Todavía no llegó. Dame 10 días más”. Y no daba más argumentos que ese. Uno hubiese querido preguntarle: “Pero, ¿lo compraron o no?” Pero el hombre, ya dije que era alto, imponía su respeto. Así que había que bancársela piola.

Y cuando llegaba el día señalado, volvías a tomarte el bondi hasta su local, y veías al hombre inusualmente apesadumbrado y uno pensaba lo peor. Luego de preguntar tímidamente, como quien espera un tiro, qué había sido del disco. El hombre, ponía algo en la mesa y te decía. “Ahí está”. Y ahí estaba. Flamante. Envuelto en nylon. Con olor a otros mundos. Y después de tanta espera uno escuchaba aquel disco semanas y semanas. Meses. Le sacaba todo el jugo posible. 

Ahora, claro, con toda la música planetaria a disposición en la web, toda esa aventura se terminó. Semanas atrás, caminando por Florida, reconocí el local del hombre. Y ahí estaba el tipo. Misma sonrisa. Misma altura. Más blanco el pelo.