No hay en este mundo oficio más apresurado que el del periodista, excepto el del camillero y el bombero. Sin embargo, mientras estos se dedican a salvar vidas, nosotros, los periodistas nos dedicamos a enterrarlas. Bueno, no es que lo hagamos adrede y seamos unos perversos. Pero en el apuro, a veces, uno pisa algún que otro pie y enmaraña las cosas.

Semanas atrás, cuando murió Federico Blanco, primer ganador del reality El Bar, en una villa en Bernal, los periodistas, con la presión de ponerle un nombre al motivo de su muerte, concluyeron: ajuste de cuentas por drogas. Los programas se llenaron de allegados a Federico y ex novias llorando a cámara, hablando de sus problemas de adicción. Y durante un tiempo, su muerte se trató como el eslabón final en la desgracia de todo adicto irrecuperable. Sin embargo, tras un giro en la investigación, se reveló que Blanco murió defendiendo a una mujer en la villa. Y los mismos periodistas que echaron tierra a su memoria, ahora la ponían digna del bronce. Pequeñas delicias de la vida apurada.

El periodista está obligado a entregar su nota con fecha y hora. Está obligado a dar respuestas. Está obligado a titular la realidad. A ponerle tapa. Y ponerle foto. El periodista decide qué es importante y qué no. Y si no encuentra respuesta, se fabrica una.

En ese apuro por vender y atar cabos sueltos, se olvida de chequear, se inclina siempre por la versión más marketinera de los casos, y lucha con uñas y dientes para que la realidad se ajuste a un buen título.

Para colmo de males, las redacciones se achican, los periodistas abarcan más funciones de las que pueden cumplir, y los medios hacen que ese género que alguien llamó “el primer borrador de la historia” se parezca, más que a un borrador, a un gran manchón de tinta.

No hay lugar para, en ese escenario, ir con pies de plomo. Yo soy de la idea que, en este caso debería imperar la fórmula: menos es más. Menos historias.

Menos coberturas. Pero más profundidad. Menos páginas, mejor escritas. Menos horas de aire de programas periodísticos pero más solidez. Porque, en verdad, la realidad no está ahí para que uno le ponga un título. Está ahí esperando ser contada. A su debido tiempo.