Nosotros tuvimos a Gardel. Y el mundo lo tuvo a Sinatra. Y veinte años atrás, una ciudad entera –la luminosa Vegas- se apagaba al unísono en honor a la partida del cantor que lo hizo todo, excepto bailar.

Sinatra fue el pico de un género musical, la cresta de una era. En lo personal, más que sus años al frente de grandes orquestas, siempre disfrute más con sus discos solitarios y con poca compañía . “Cycles” y “A man alone”, emotivos, íntimos, confesionales, son mis favoritos. Sinatra se hizo tan grande y tan reconocible que bastaba que dijera una palabra para que medio planeta lo identificara sin titubear.

Su vida no fue vida de santo. Le fue mal en el amor, tal vez en buena medida, por su propia culpa. Y muchos de sus amigos seguramente merecían la prisión. Pero Frank estaba más allá del bien y del mal. Y su voz, en sí misma, era grande como los Beatles. No necesitaba a un McCartney que le hiciera la segunda. Siempre fue, magnético. Plantado. Afinado.

Los cantantes le deben mucho a Sinatra. Tal vez –es muy seguro- más que a ningún otro frontman de la historia. Frank no dejó estrofa que pasara por su garganta sin, primero, insuflarle cuore. Ya consagrado, hasta se dio el lujo de grabar un disco de bossanova con el gran Antonio Jobim, conmovedor e irrepetible.

Si lo escuchás concentrado y sin distracciones, podés descubrir la nota de alegría, tristeza, coraje, frustración, pesadumbre, tormento, luminosidad, esperanza, que Sinatra ponía en cada línea–el tema “Cycles” es el más perfecto ejemplo de eso-. No se le escapaba ni una coma.

Ahora, habituados a tanto cantante diluido y soporífero, es contrastante lo mucho que podía movilizar Frank con sólo abrir la boca. Estoy convencido de de que incluso si le daban cantar “Despacito”, Sinatra hubiera hecho que se te piantara un lagrimón.