Ya lo decía Platón: vivimos en una cueva y lo que vemos como realidad son sombras proyectadas del mundo exterior. Estamos, como los chicos en Tailandia, atrapados en nuestra propia trampa, y quedándonos cada vez con menos oxígeno. Pero nuestro escenario es aún peor pues nos pensamos afuera. A salvo. A la intemperie. Cuando en verdad, nuestra vida es pozo puro: podemos darnos cuenta fácilmente cuando tratamos de escapar de él. No podemos. Nadie puede. Trate de modificar aunque sea una mínima rutina y verá cómo esta supone una demanda titánica de energía y fuerza de voluntad, como escalar paredes verticales del pozo nuestro de cada día. Propóngase leer Las mil y una noches, emprender una rutina de yoga o meditación en casa, y tarde o temprano, lo devorará ese devorador de tiempo llamado Netflix.
Cada tanto los medios arrojan esperanza y línea de luz al final del túnel: un índice favorable, un paso mundialista a octavos de final, un dólar que, milagrosamente, retrocede fortaleciendo al pobre peso argentino. Y luego vuelve el apagón y la sombra, trastabillada y caída. La sensación resbaladiza y apesadumbrada de que aún, ni siquiera tocamos fondo.
Fíjese en las caras de la gente en la ciudad: caras lúgubres de pozo. Rutinas de vida de pozo. Vislumbres tenues de libertad pasajera de fin de semana. Pico reconfortante de vinito que, minutos más tarde, se va por el inodoro.
Esperamos, porque la gente de pozo nunca pierde la esperanza, el día en que vengan a rescatarnos los buzos. Porque las salidas, como en Tailandia, están cubiertas de agua. Afortunadamente, hundido en la cueva junto a nosotros, está el instructor con cara de desconcierto y pesadilla. Sabemos que ese tipo es incapaz de rescatarnos de nuestro pesar. Pero nos permite tener alguien a quien echarle la culpa.