El efecto orden está de moda. Todo gracias a la gurú en la materia, Marie Kondo, que ahora hasta tiene su propio reality con rating elevadísimo. Su propuesta es: vivir mejor tirando lo que no sirve. Despejando espacios. Y poniendo todo, prolijito y dobladito, en sus cajones. La vida merece la pena ser vivida, sobre todo, si uno tiene todo en su lugar.

No vamos a negar aquí los beneficios de tener más espacio en casa. En capital, con la disparada del metro cuadrado de propiedad, los porteños se han vuelto cada día más como los chinos: aprovechan cada espacio al máximo. Todo rincón, toda ratonera servirá para darle cobijo a un bártulo nuevo high tech.

Es cierto también que nuestra casa es un reflejo de nuestro interior: mayor el despelote de afuera, mayor el despelote cráneo adentro.

Ahora bien, tanto orden y despeje de chucherías inservibles, tanto lema de “a guardar a guardar, cada cosa en su lugar” que el cerebro de uno se pone un poquitín haragán. ¿Haragán se preguntará? Haragán, le insisto.

El cerebro es un chicle hermoso, el más complejo que tenemos en el cuerpo. Es todo flexibilidad. Cuanto más dificultad le ponemos, más se ejercita. Esto está comprobado por los gurúes de la neurociencia. Darle previsión, orden y un sinfín de comodidades sólo hará que el cerebro, por así decirlo, duerma en sus laureles. Se la hacemos demasiado fácil.

Una casa ordenada dará lugar a un edificio ordenado. Un edificio ordenado dará lugar a un barrio ordenado. Un barrio ordenado, a una ciudad. Y la progresión no tiene límites. Ahora bien, si llega el día en que la Argentina se transforma en un país limpito y ordenado, una nación puntual y previsible, si llega un año donde realmente nos convertimos en Suecia, nuestra vida será, por supuesto, mucho más simple. Y en nuestras casas se facilitarán enormemente las tareas del hogar: las tijeras siempre estarán en el lugar de las tijeras, el repelente de mosquitos en el sitio destino al repelente de mosquitos. Sólo bastará con dirigirse al lugar previsto a tal fin, y no más deambular sin rumbo buscando cosas perdidas.

Ahora bien, creálo o no, el caos alienta capacidades mentales como el poder de intuición, la memoria y ubicación en espacio y tiempo. No saber dónde catzo uno puso las llaves obligará a la víctima del descuido a dar lo mejor de sí: hacer un esfuerzo mental importante con el fin de recordar la última vez que las empleó. El caos obliga necesariamente al cerebro a trabajar en escenarios cambiantes y adversos. Imprevisibles y desafiantes. Nos exprime el bocho. Fuerza la producción de materia gris. Potencia el olfato, la vista, es benéfico a la par para el cuerpo –si no, recuerde las torciones corporales que despliega cada vez que se le pierde algo-.

Así que, desde este humilde espacio, alentamos la producción de un nuevo reality que, en lugar de ordenar, se proponga visitar las casas y simplemente abrir cajones y arrojar su contenido por el aire. Bienvenido el quilombo. Bienvenido el no saber más dónde está abrelatas. No sea un mentecato del orden. Conviértase en un cazador rapaz en medio del big bang de su propio bolonqui.