El caso de la hija que ayuda a la madre a asestarle al papá cientos de puñaladas. El caso de la madre que pedía justicia para su hijo y termina acusada de asesinar a su esposo. El caso del padre que abusa de su hija durante años y, al fin, su hija se anima a denunciarlo. La ola de historias policiales de los últimos años se pone cada día más oscura y retorcida. La sensación de fondo de que el género humano, toca el piso de su escalafón como especie pensante y moral.
Los crímenes se vuelven más siniestros. Los robos más desalmados. Los abusos más truculentos. Ya no se trata sólo de matar. Ahora se trata de incluso disfrutar el acto de matar. Cuanto más lento, repetido y con una arma que estire la agonía de la víctima, mucho mejor.
Uno le ve la cara de espanto de los presentadores de noticieros: anuncian los casos y ya no saben dónde meterse. La cara de velorio les queda corta. Los analistas, los psicólogos, los criminólogos, no dan respuestas a este tobogán directo hacia el infierno. Decir que es producto del enfriamiento afectivo producto de la tecnología, o es resultado del avance de video juegos cada vez más violentos, tiene sabor a poco. Es como tapar el sol con un dedo.
Pero, ¿de dónde viene semejante declive, cómo y cuándo contraímos el virus de la truculencia? ¿Quién fue el primer portador y por qué se transformó lentamente en tema diario de los noticieros? Nadie lo sabe. Nadie lo dice. Lo cierto que si la tendencia no se revierte, la sección policiales se pondría cada día más como una larga lista de escenas de horror. Y pronto, las películas de terror serán, comparadas con esto, como un caramelitos para los niños.