De tanto revisionismo histórico mediático, hemos descubierto que esa herramienta fabulosa del periodismo de investigación –hablamos aquí de la cámara oculta-, no era tan fabulosa como pensamos en los ’90, y de hecho, le han endilgado tantos pecados que habría que llevarla a juicio y ponerla de una vez por todas en el penal de Ezeiza.

Hasta Mario Pergolini que la usó a diestra y siniestra se mostró arrepentido de emplearla en sus programas. En manos equivocadas y con intenciones de burla o chanchullo amarillista, la cámara oculta pasó de paladín de la investigación a fondo a ventilador de trapitos sucios. Una semana atrás, a razón de la muerte de la actriz Beatriz Salomón, en las redes algunos juraban que la causa de su enfermedad había que rastrearla en aquella cámara oculta que destrozó su matrimonio y, según algunos, la hundió en la depresión. Allí se veía a su ex marido, cirujano plástico, en su consultorio en una situación de intimidad. Otra clara muestra de cuando la cámara oculta cruzaba la línea de la privacidad caiga quien caiga.

Muchos señalan el origen de la cámara oculta en los ’70, en el trabajo del alemán Gunter Wallraff, el periodista que para contar, entre otras cosas, el maltratato a los inmigrantes, se hacía pasar por turco para ver cómo sus propios compatriotas eran unos cretinos con ellos. Por entonces, claro, no había cámara oculta como tal: pero el resultado era el mismo. Misiones encubiertas con resultados apabullantes.

Como todo chiche nuevo, la televisión tomó la cámara oculta para el churrete y ahí están las consecuencias: un tendal de matrimonios rotos, despidos, depresiones innecesarias, peleas al divino botón.

En algunos rubros y dadas ciertas condiciones, no está mal que el periodismo juegue a ser paladín de la justicia, el llamado cuarto poder. Pero no siempre el fin justifica los medios. A veces, hacen faltas muchos traspiés y mucha gente dolida para que los periodistas, al fin, aprendamos la lección.