Más allá de quién fue el más sólido y quién el más endeble, hay cierto encanto malicioso en ver a los candidatos debatir en la arena pública. Ya no es como antes, donde el debate era más abierto, sin límites, ni reglas y los candidatos, cual pelea de vale todo, se daban con uñas y dientes. Debate acalorados y rabiosos. Ahora es todo protocolar, medido y ordenado. Es cierto, antes eran más divertidos. Pero lo cierto es que, en tiempos donde nadie lee una plataforma electoral, no hay mejor modo de enterarse las ideas de los candidatos que viéndolos discutir ao vivo.
Soy de los que creen que todo debate amplio e inclusivo, siempre favorece a los candidatos de partidos pequeños, pues, en buena medida, es su carta de presentación al gran público, su, como le llaman, minuto de fama.
El debate de candidatos, en verdad, va más allá de lo que sueltan sus lenguas –como todos sabemos, lenguas que luego, se desdicen una y mil veces-. Lo interesante aquí, es el tono. La severidad. La contundencia. El, en fin, andamiaje emocional y gestual, que sostiene semejante propuestas de forjar una gran nación. No hay que ser muy ducho en lenguaje corporal para descubrir quién repite palabras que le dieron otros. Y quién realmente aporta convencido. Quién tiene el timing y ritmo que piden estos tiempos. Y quién atrasa, se empantana y aburre.
La Argentina es un país sin reglas ni parámetros fijos, donde la ideología y las bases partidarias son escenarios de un eterno gris. Zonas sin brújula donde impera la ambigüedad absoluta. Es, en ese orden de cosas, como la serie de debates presidenciales que acaba de estrenarse esta semana, tiene más sabor, jugo e intriga que maratón de Netflix. Bienvenidos sean estos espacios de esgrima verbal, donde más allá de quién gane, siempre gana la gente. Pues descubre así que, por más marcianos, poco serios y mano largas que parezcan los candidatos, son un triste reflejo de nosotros mismos.