La tradición es vieja y simple: uno simplemente, de tan apasionado por la lectura, decide hacer oídos sordos a ese papel tan viejo y en desuso llamado la ley, y sustrae un libro de propiedad privada, en la mayoría de los casos de una librería aunque también vale para bibliotecas de amigos. El objetivo es puramente cultural y enriquecedor de intelecto: pues no hay acto más cabalmente humanístico y bien intencionado que engrosar la biblioteca propia. Si no, pregúntenle a Borges.

Es por eso que, como sucedió esta semana, con el caso del embajador de México en Argentina, capturado in fraganti con libro choreado en store de Palermo, nadie está a salvo de caer en la tentación. Nos apena en el corazón ver cómo un amante del libro, recibe semejante castigo sobre sus hombros y, en su caso, el susodicho embajador de México de 76 años: Oscar Becerra. A Becerra lo acusan de querer llevarse sin suerte, con fines obviamente culturales, una biografía del amante del amor de la librería el Ateneo: Giacomo Casanova. El ticket señalaba 590 pesos, pero Becerra, según consta en las cámaras de seguridad, consideró que más económico le iba a salir portar el libro en el saco y cruzar sin más pormenores la puerta de salida. Le fue tan mal que el canciller advirtió que, si son ciertas las imágenes, Becerra pierde para siempre su cargo diplomático. Cuánta crueldad deslamada sobre los que aún apuestan a la cultura. Y le ponen el cuerpo a sus riesgos. 

Así de duras son las sanciones a esta gente que entiende que la lectura es como el nudismo o los cohetes artificiales: y que mire quien quiera. El cielo, como las páginas son libres, gratuitas y un firmamento donde escriben solo aquellos de pluma elevada. Y leen, los que tienen dinero, los astutos o aquellos que, como Becerra, tienen sacos con profundos bolsillos interiores.