En tiempos donde todo se cocina afuera, donde las posibilidades, la acción, la espuma de la vida, la creme de la creme, todo sucede de la puerta para allá de casa, que a todos nos manden a una suerte de cuarentena es, para muchos, duro de digerir. Estar recluidos en casa, aún conectados y con luz verde de wi fi, día y noche, contra nuestra voluntad, suena más a condena que a recreo.

Es extraño, pues la práctica esencial, a lo largo de los siglos, de muchos caminos espirituales siempre fue el aislamiento y la reclusión. Es el invierno del camino: dejar de poner el foco en las flores y los frutos, y apuntar, por primera vez, en las raíces.

Vivimos en un mundo resultadista, donde encerrarse y dejar de producir es perder. Celebramos la primavera y el verano, y le huimos al invierno como si fuera la muerte. El otoño y el invierno son temporadas plomazo: hay pérdida de follaje, de frutos, y de flores. El invierno es mustio, nuboso, grisáceo. Del suelo para acá, todo muere. Pero esta es sólo parte de la historia o, como se dice, punta del iceberg. Pues, bajo tierra, es un despliegue maravilloso. La primavera sólo sucede gracias al invierno. Invierno es trampolín de lo que vendrá.

Por eso, los místicos han elegido siempre guardarse durante un buen tiempo -40 días es el número preferido- para poder echar raíces y florecer mejor. Pues la gente, hoy en día, son como plantitas frágiles en macetita, cualquier viento las tira. Sólo aquel que se anima a confinarse voluntariamente con una guía –nosotros, los sufís lo llamamos halwa, y es la práctica más intensa del camino- puede, al salir, romper la maceta en mil pedazos y convertirse en árbol.

Este coronavirus no es todo temor y pandemia. Tiene, en secreto, lecciones que deberíamos tomar si queremos lograr que las cosas cambien.