Si la expectativa de vida de uno se alarga, a pesar de la amenaza de pestes y acabóses planetarios, qué bueno sería de viejo ser como Clint Eastwood, que acaba de cumplir 90 y más que decrépito parece cincelado en bronce. 

Más allá de sus posturas políticas, Clint es lo que todo el mundo quisiera ser: coherente, recto, talentoso, respetado. Sus filmografías no tienen grietas. Y su cine, como la narrativa de Hemingway, se hizo con el tiempo tan sutil que da la impresión que sus historias se mostraran solas. 

Borges decía que el mejor escritor es aquel que no se nota –es decir, que no enrostra al lector su talento-. Lo mismo podemos decir para el cine. Las películas de Clint tienen una claridad que más que filmarlas con guiones y actores, parece como si abriera ventanas y dejara que la vida corriera delante de cámara. Mi favorita, sin dudas, es “Gran Torino”, la historia de un renegado de la guerra, que guarda un corazón de oro. Sentida. Real. Y el propio Clint canta al final: un groso multitalento.

Lo queremos a Clint. Queremos su estoicidad. Como los grandes artistas que aún siguen en pie: Bob Dylan, Neil Young. Gente que hizo de su obra, banderas. Y de su vida, manifiestos vivos.  

El mundo necesita más viejitos como Clint. Tal vez así los nuevos jóvenes aprendan que el valor de la experiencia, por fuera parecerán canas y grietas en la piel. Pero por dentro, es un divino tesoro.