Se cumplen 40 años de la despedida a Henry Miller, un escritor tan rebelde que, al día de hoy, ningún librero sabe bien dónde colocar sus libros. ¿Son novelas de ficción ¿Son memorias? ¿Son ensayos metafísicos?
Henry atravesó todos los géneros y derramó un legado que, como nosotros con Borges, ningún autor pudo eludir.
La escritura de Miller se parece a una respiración. Así de natural se siente en el papel. Leer a Miller es un acto telepático: un viaje a lo profundo de su bocho. Su trilogía de trópico es monumental. Allí hay encriptado tanto material narrativo y cultural como para hacer medio centenar de libros más.
Henry era pura chispa. Vivió todo lo que había por vivir en su época. Vació todas las botellas, degustó cada platillo, y se midió con los grandes. Ya anciano, se puso en pareja con una chica que, más que su hija, podía haber sido su nieta.
Pero andá a decirle algo a Henry, te revoleaba una lámpara. Así era él: una combustión. Un escritor loco, inmenso, que alumbró un camino inaugural en el narrativa: la novela elástica, permeable de serlo todo, como la propia vida.
Henry, qué grande que era. Él amaba a otros autores tan o más locos que él, como Rimbaud. Y entre tanto autor muerto en vida, que escribe calcado del cánon, que fija y se ciñe a formas y género, Miller pateó el tablero y lo bien pateado que estuvo. Gracias a Henry, qué generoso era, conocí obras ocultas increíbles: como “La decadencia de Occidente”, la obra inmensa de tres tomos de Oswald Spengler.
Leer los libros de Miller, no importa cuál, son una charla, cara a cara, con él. Más que escritura, son audios de wapp, narrados con vuelo de trompetista de jazz. Son consejo de viejo sabio que pasó por el fuego y te cuenta qué se siente cuando la vida te cocina con la hornalla al máximo.
La literatura, inclinada siempre a la inercia y la pesadumbre, necesita más gente como él. Un tipo que, aún a 40 años de su muerte, sigue más vivo que todos nosotros.