Una vez, años atrás, de visita en Turquía, fuimos con un amigo local al casamiento de otro turco. Fue todo lo contrario a las bodas occidentales: de día, nadie bailó, no se sirvió alcohol. Desfiló una banda solemne y otomana. Y a las tres horas, todo estaba terminado. Pero lo que más me sorprendió que el regalo de boda que hizo mi amigo, al casamentero: le entregó una bolsita muy pequeña. Le pregunté qué era. “Es una pepita de oro”, me dijo. Se la entregó –eran compañeros en una empresa telefónica- y el recién casado se la metió en el bolsillo. 

Aquel me pareció el regalo más primal que había visto en mi vida. Digo: ni siquiera le dio dinero. Le dio oro. Algo de valor auténtico. Imperecedero. No como un electrodoméstico que dura tres o cuatro años y a tirarlo. O como un viaje que es pan para hoy y hambre para mañana. No: mi amigo, dio a su amigo oro. O sea: dinero posta. 

Pues la plata, al fin de cuentas, es papelito que se lleva el viento. El oro, queda. El oro, mueve los hilos de este mundo como siempre los movió. Alguien me contó –y como pésimo periodista nunca me ocupé de chequear- que los dos grandes rubros a escala global –es decir, el petróleo y las armas- las transacciones se hacen en oro. O sea: pelá guita en serio. No imprimas billetitos con caras que sólo a vos te importan. 

Y claro, con el efecto arrasador planetario de la pandemia, el oro dio un salto cuántico: llegó a 1932 dólares la onza. Y una onza es una nadería de tamaño. Así que, imaginate. 

Desde el 2018, igualmente, el oro viene escalando y escalando: ya va por el 70% de alza.

No hay que ser gurú de las finanzas para entender que, cuando todo tambalea, cuando las cosas se ponen serias, la gente compra oro. Vuelve al origen de la humanidad. Se refugia donde siempre se ha refugiado. Las cosas regresan a su origen. Apostamos a una piedra que no sabemos bien para qué sirve, pero brilla y brilla. Resplandece con un fulgor que, pasan los siglos, y sigue allí, eterno, bello y, la pucha, cada vez más caro.