La cuarentena era una palabra que, al principio, todos los argentinos pronunciábamos con orgullo porque representaba el sinónimo de la lucha contra el COVID-19. Empezó a ser sospechada cuando parte de la oposición argumentó que el Presidente y el gobierno se habían enamorado de la palabra y de la medida también. Hubo algunos infectólogos, cercanos al oficialismo, que la defendieron y la militaron, y hubo otros especialistas que advirtieron, también desde el principio, que se trataba de una herramienta sin repuestos, y que cuando se gastara no se podría usar más.

Nuestra memoria de cuarentena recuerda a dirigentes políticos que se aprovecharon del COVID-19. Unos para desgastar antes de tiempo la estrategia oficial que ahora, de verdad, luce francamente desgastada. Otros para colocar a quienes cuestionaban la cuarentena en el lugar de los defensores de la muerte. Entre los últimos estuvo Máximo Kirchner, con un discurso peligrosamente maniqueísta, muy lejos de la fama de moderado que le quieren hacer sus nuevos adláteres. Ahora dicen que quizá, desde el gobierno, se empiece a llamar a esta etapa “nueva normalidad”.

Con todo respeto, nosotros nos atreveríamos a sugerir el concepto que ya usó Carla Vizzoti y que habla de convivir con el virus, sin naturalizarlo y con mucha responsabilidad individual y social. Y también nos atreveríamos a sugerir que se presente un horizonte posible. Con protocolos muy estrictos para salvar la vida a los grupos de riesgo y sin asociar todo el tiempo al COVID-19 con una muerte segura, porque está demostrado que la mayoría de la población sobrevive y se cura después de contraerlo y cuidarse como corresponde. Un discurso antipánico, menos redituable en términos políticos, pero más real.