(Columna publicada en diario El Cronista Comercial) Es casi imposible que la polémica alrededor del nuevo protocolo sobre el uso de armas de fuego que decidió la ministra de Seguridad Patricia Bullrich haga olvidar lo mal que está la economía argentina. Al supermercado, al almacén, a pagar la boleta de la luz, el gas, el agua, el garaje, la prepaga o la obra social o cargarle combustible al auto, que es algo que hacemos todos los días, todo el tiempo.

En todo caso, la iniciativa del Poder Ejecutivo servirá para incorporar un nuevo y gran tema a la agenda pública y el debate electoral: el de la seguridad de las personas. Durante el gobierno anterior, las máximas autoridades evitaban el tema y cuando tomaban posición, lo hacían, teniendo en cuenta, primero, al preconcepto de que todos los miembros de las fuerzas de seguridad, salvo unas pocas excepciones, disparaban a matar, como en la época de la dictadura. El gran argumento que agita ahora el gobierno es que el nuevo protocolo se adecua a la normativa internacional que sugirió el octavo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y del Tratamiento del Delincuente que se realizó en La Habana, Cuba, entre los últimos días de agosto y los primeros de septiembre de 1990.

La idea de fondo, simplificada al máximo, sería, no tratar como potenciales asesinos a los encargados de cuidar al ciudadano de a pie y evitar que los jueces los acusen de homicidio y otros delitos graves, cuando en realidad están cumpliendo con la ley. El asunto está generando, por ahora, más ruido, dentro y fuera de Cambiemos, que un intercambio de ideas rico y planteado con honestidad intelectual. Quienes acusan al oficialismo de oportunismo electoral pueden tenar algo de razón. Sin embargo sus quejas suenan parecidas a las críticas que le hicieron al Néstor Kirchner cuando pretendió imponer el paquete de leyes después del asesinato de Axel Blumberg.

También suenan idénticas a quienes en su momento, pusieron el grito en el cielo ante la denominada Asignación Universal por Hijo, cuando decían que se trataba de pura demagogia. ¿Pero qué es la buena política sino el intento de mejorar la calidad de vida de la mayoría de la gente?

Si le preguntaran al presidente Mauricio Macri sobre el nuevo protocolo diría, como el slogan de la propaganda: "Estamos haciendo lo que hay que hacer". En su caso particular, él estaba convencido desde hace tiempo. La primera vez que lo propuso fue después del primer gran operativo policial del que fue informado ni bien asumió como Presidente de la Nación.

Fue un golpe a una banda de narcotraficantes que operaba en la Villa 31, de Retiro. Se lo relató, de manera personal, el actual jefe de Policía, Néstor Roncaglia. Cuando el jefe de Estado le pidió detalles, Roncaglia le contó a Macri que para atraparlos, evitó un tiroteo frente a frente y prefirió hacer un enorme rodeo para sorprenderlos por detrás, y sin efectuar un solo disparo. Como el Presidente no había entendido bien, le preguntó si los delincuentes habían usado sus armas. El jefe de Policía le confirmó que así había sido. "¿Y por porqué no se defendieron?", preguntó Macri. "Porque la mayoría personal que lo hace se le inicia un sumario administrativo, probablemente va a juicio y eventualmente tiene que soportar una condena, incluida la prisión", explicó Roncaglia, palabra más, palabra menos.

El Presidente se indignó. Y a partir de ese día se propuso cambiar las normas, los usos y costumbres, y denuncias a los fiscales y los jueces que tratan a los policías que defienden a los ciudadanos en el marco de la ley como si fueran delincuentes. También es verdad que en la Argentina pasamos de una situación extrema a la otra, sin recorrer, siquiera, el camino intermedio. Y sin incorporar al debate los datos duros que muestra la realidad. Sin ir más lejos, los responsables de la seguridad de la provincia de Buenos Aires y de la Ciudad de Buenos Aires insisten en que todavía hay una amplia mayoría de efectivos que
necesitan más y mejor preparación para portar armas y utilizarlas de manera más profesional, y dentro de los límites del reglamento.

Desde que asumió María Eugenia Vidal, el ministro Cristian Ritondo apartó a más de 12.000 policías, sobre un total de cerca de 100 mil en actividad, por cuestiones que van desde su vinculación con al narcotráfico hasta su displicencia para cuidar la vida de las personas. Y cada vez que se le pregunta en la intimidad a Horacio Rodríguez Larreta por qué no instruye a los polícias de la Ciudad para evitar los piquetes o impedir que salgan corriendo frente al ataque de unas treinta personas que respondían a la barra brava de All Boys, responde con esta idea: "A los uniformados de calle le falta tiempo de instrucción y de práctica para hacerlos más duros e inflexibles".

De hecho, si se analiza las últimas imágenes de las manifestaciones alrededor del congreso nacional y la legislatura de la Ciudad, parecería que fueron entrenados por los expertos del Arte de Vivir, con el objetivo de alcanzar un punto al que se podría denominar Paciencia Infinita, que incluye el soportar los insultos, pedradas y escupidas, como si semejantes agresiones formaran parte de una protesta "normal". Lo que pasó en las inmediaciones del Monumental de Núñez el sábado 24 de noviembre pasado, en contraste con la muy prolija organización del G20, hizo avanzar al gobierno en dirección a una demanda mayoritaria: la de un Estado capaz de poner límites a la ley de la selva en plena calle para que se pueda vivir en paz.

De lo que se vive ahora al imperio del gatillo fácil todavía hay mucho trecho. Pero el debate, un poco más profundo y sostenido que el que se viene llevando a cabo, debería ser bienvenido por toda la sociedad argentina.