(Columna publicada en Diario La Nación) Es difícil creer en Alberto Fernández cuando dice que, en el caso de ganar, no gastará ni un gramo de su energía ni perderá un minuto de su tiempo en perseguir a los opositores. Es casi imposible hacerlo porque, aunque todavía no cantó victoria, ya amenazó a dos jueces y tres camaristas, y les advirtió que deberán revisar las "barrabasadas" que escribieron en sus fallos judiciales. Es difícil convencerse de que sus palabras son sinceras, de que él mismo es un hombre sincero, después de haber calificado al gobierno de Cristina como deplorable, no una, sino varias veces, y luego de haber renunciado, harto de la corrupción imperante en el gabinete del que era jefe, para finalmente terminar abrazado a sus votos, justificando lo injustificable.

Fernández no es precandidato a presidente precisamente por su sinceridad o la coherencia de su palabra o de sus actos, sino por haber prometido a Cristina que garantizaría su impunidad. Si es a través de un indulto efectivo o de una gran maniobra política poco importa. Sí interesa imaginarse qué sería capaz de hacer un presidente como Alberto para que la Justicia no avance. No hay que ser un gran pronosticador para adivinarlo: si desde la oposición se siente con la libertad de decir lo que dice, e incluso se atrevió, en su momento, a visitar a varios fiscales y jueces para convencerlos de la inocencia de Cristina, ¿qué freno inhibitorio podría tener con la lapicera de presidente en la mano?

Alberto tuvo la audacia, incluso, de invitar a tomar un café al fiscal Stornelli, cuando la causa de los cuadernos de la corrupción recién se empezaba a tramitar. Quería saber con qué criterio y eficacia se podía utilizar la ley del arrepentido. Quizá la información que buscaba de Stornelli le podría servir no solo para defender desde la dialéctica a la expresidenta, sino también para informar, como apoderado, a su cliente Fabián de Sousa, preso en la cárcel de Marcos Paz, acusado de evasión fraudulenta de más de mil millones de dólares al Estado nacional.

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Después de renunciar al gobierno de Cristina, Alberto Fernández trabajó para Sergio Massa, más tarde para Daniel Scioli y al final hizo la parábola completa arrojándose a los brazos de Cristina, la dirigente a la no quería ni respetaba. La explicación que dio a muchos periodistas sobre su borocotización fue que él no cambió. Que la que se dio cuenta de que se había equivocado fue Cristina. Pero Alberto no hablaba de su gestión, ni de su manera de ejercer la autoridad, ni de su prepotencia o su paranoia. Decía que Cristina se había equivocado cada vez que había tomado decisiones en materia electoral. Y que esos errores la habían llevado al fracaso por lo menos en cinco oportunidades, incluida la última, donde ella misma cayó derrotada frente a Esteban Bullrich en la provincia de Buenos Aires.

Alberto no es Luis D'Elía, ni Guillermo Moreno, ni podría ser confundido con un chico grande de La Cámpora. Sin embargo, también se podría poner en duda su capacidad de convencer a Cristina Fernández. En especial debido a que, como hombre de la política, de ninguna manera podría ignorar, en caso de ganar, que su poder es delegado. Que sus votos son prestados.

He sido testigo de cómo funcionaba Alberto cuando Néstor o Cristina se encaprichaban y tomaban una decisión que él consideraba a priori catastrófica. Hacía lo imposible por evitar el choque de trenes. Pero no siempre podía lograrlo. También lo vi funcionar avalando determinada política económica. Y fue muy aleccionador comprobar cómo se fue separando del matrimonio a medida en que crecía el conflicto con el campo. Pero es cierto que la designación de Martín Lousteau como ministro de Economía, el mismo que propuso la suba de las retenciones al campo, fue también, en parte, su responsabilidad. Como lo fue en su momento el apartamiento de Roberto Lavagna, después de que denunciara la cartelización de la obra pública.

La otra gran incógnita que rodea a Alberto Fernández es su nivel de tolerancia y paciencia frente a los actos de corrupción que sucedían muy cerca de su despacho de jefe de Gabinete, cargo que ocupó desde mayo de 2003 hasta julio de 2008. ¿De verdad espera que millones de argentinos crean que nunca vio nada, que nunca oyó nada, que nunca se enteró de nada? Por allí pasaban los bolsos raqueteros del exsecretario de Transporte, Ricardo Jaime. Los mismos bolsos que otro exministro que formó parte del peronismo de la Capital veía ingresar al despacho de Kirchner casi todos los viernes después de las siete de la tarde.

Alberto Fernández, como jefe de Gabinete, ¿podía no saber sobre los arreglos de Néstor con José Francisco López, el hombre de los bolsos con dinero en el monasterio de General Rodríguez? Un hombre que se pasaba tanto tiempo con el exjefe de Estado, incluidos sábados y domingos ¿podía no saber cómo operaba Lázaro Báez? ¿Podía pasar por alto su promiscua relación con Néstor Kirchner, si incluso compartían, con el titular de Austral Construcciones, el servicio part-time del mismo jefe de prensa? Si su límite siempre había sido la conducta del exsuperministro de Planificación Julio De Vido, ¿va a aplaudir la decisión de la Justicia de mantenerlo detenido o va a hacer todo lo posible para sacarlo de ahí, como parte del Plan Todos Unidos Triunfaremos para que Macri no sea reelegido?

Posiblemente haya sido una exageración el vaticinio de Jaime Durán Barba, cuando escribió qué si gana la fórmula Fernández/Fernández, a los pocos meses, uno de los dos se quedará en la Casa Rosada y el otro terminará en prisión. Pero no es una tontería pensar que el poder real lo ostentará Cristina, y que ella está llena de resentimiento, deseo de revancha y un odio acumulado difícil de explicar. Si uno activa el buscador de los nombres y apellidos que aparecen en su libro Sinceramente, la lista de futuras víctimas del "Frente para la Venganza" es muy fácil de adivinar.

De todas las porquerías que generó la grieta, la peor, de lejos, es el odio, el resentimiento, el desprecio por el otro y el deseo de venganza. El "Frente para la Venganza" ahora está agazapado. A la expectativa. Esperando el momento oportuno para atacar de nuevo. Y tiene, como si lo anterior fuera poco e insuficiente, a la Cofradía de los Desesperados de su lado. Se trata de más de 150 personas, entre exfuncionarios y hombres de negocios, privados de su libertad, condenados por delitos de corrupción, con mucho tiempo libre, y en algunos casos, mucho dinero guardado, para preparar una vendetta generalizada.

El Operativo Puf contra Stornelli, Claudio Bonadio, Elisa Carrió y Leonardo Fariña, entre otros, es apenas una muestra de lo que son capaces de hacer, con ayuda de unos cuantos cuentapropistas inescrupulosos. De nuevo, la pregunta es muy pertinente. Si desde fuera del poder cuentan con un aparato paralelo de inteligencia capaz de fabricar causas como la de Dolores, si con el dinero mal habido que acumularon bancan a medios y periodistas capaces de mentir en la cara a la opinión pública sin que se les mueva un pelo, ¿qué no serían capaces de hacer con recursos ilimitados, provenientes del aparato del Estado, operados por individuos llenos de odio político y personal?

Quizás en el alma de Alberto Fernández haya más piedad que deseo de hacer daño a sus adversarios políticos, pero en el fondo no tendría ninguna importancia, si la que va a ordenar el ojo por ojo y diente por diente será su jefa política, ahora agazapada, pero siempre dispuesta a tirar la última piedra.