Libros y Lecturas

Sábado. Durante la tarde, la temperatura llega a los veinticuatro grados. A la noche, salgo desabrigado y me resfrío de una forma atroz. Moco, dolor de cabeza, la imposibilidad de respirar por la nariz, dolores musculares. Así, no puedo leer ni mucho menos escribir.

Lunes. Hay un umbral de conocimiento que, una vez traspasado, ya no permite que uno escriba sobre ese tema. Esto es una obviedad. Saber mucho de algo impide que uno desarrolle la ignorancia necesaria para hacerse las preguntas sobre un tema. Incluso ni siquiera hay que saber mucho. Alcanza con saber un poco más, algo más. Pero si ese poco no está, tampoco se puede escribir. Se trata de una especie de guerra de posiciones donde el terreno es la escritura.

Lunes. Reviso mis estantes. La madre de mis hijos quiere hacer limpieza. Así que me demoro desempolvando viejas publicaciones, papeles, sobre todo revistas. También folletos, volantes, afiches políticos, boletas de candidatos raros o que voté. (Ese material que no se puede guardar en la biblioteca.) Encuentro un ejemplar de la revista española Letra, de 1991. Tiene un artículo sobre los libros y el muro de Berlín, y algunos ensayos sobre la novela y su desafío. Hay uno especialmente interesante titulado “La paradoja del novelista”, firmado por Christian Salmon. Empiezo a leerlo por curiosidad y termino buscando algo para subrayar y anotar algunas ideas. La última línea del ensayo dice: “Paradoja del novelista: es el guardián del misterio, un guardián desarmado, asaltado constantemente por la tentación de la huida.”

Lunes. Soñé que una mujer joven usaba mi rifle de aire comprimido para tirar por una ventana. Yo me acercaba y le decía que el rifle era mío. Ella me lo daba y yo comprendía que me había equivocado, que no era el mío. La mujer parecía una enfermera rusa. Ese fue todo el sueño.

Lunes. En mi trabajo pusieron un aparato donde tenés que apoyar el dedo índice y de esa manera entrás a trabajar. Lo mismo a la salida. Es un aparato que lee las huellas digitales. Lo uso por primera vez y después busco algo en mi billetera. Encuentro un grupo de billetes que guardé después de comprar algunas provisiones en el supermercado. El dinero siempre parece sucio, salvo cuando es nuevo.

Lunes. Compro por Mercado Libre La obra literaria de Ricardo Rojas de un tal Jorge Oscar Pickenhayn. La paso a buscar por una pequeña librería de Congreso. Miro un poco el libro en un bar. Es un largo panegírico. O quizás no tan largo. Pero ¿de dónde sale toda esa melaza? El mismo Rojas les enseñó a sus exégetas el bombo y el autobombo. En el principio de este libro esa gestualidad ya es graciosa. Se insiste, Rojas es importante. ¿Quién lo dice? Hay una larga lista de nombres. Pero con eso no alcanza. El libro se editó a fines de 1982.   

Domingo. Trabajo en el museo. Escucho a Ornette Coleman. Estoy solo. Hace frío pero salió el sol. Ayer, me emborraché un poco en el casamiento de un amiga. Recién de madrugada paró la lluvia. Me olvidé un paraguas en un taxi. La única forma que tengo de relajarme es trabajar. Leo que va a salir un libro perdido de Fogwill. Creo que Twitter también es escribir. Toda fragmentación nos pertenece. Pero no toda fragmentación es arte. Aunque el arte ya no diga nada. O más bien: ¿cuándo fue que dijo algo? Esa cosa lenta. ¿Tiene sentido leer para luego escribir? No hay otra forma, es lo que siempre digo. Pero a veces dudo. La lectura se pone entre el escritor y las palabras, distorsiona, borronea esa relación delicada. Sin ignorancia, sin ese atolondramiento, es imposible escribir nada. Leo que Naked Lunch y The shape of the jazz to come son ambos de 1959.

Domingo. Buenos Aires muy gris, con niebla. Paisajes de purgatorio en las calles. Escucho el Tristán e Isolda de Karajan. El preludio es lento, grande, de inhalaciones pesadas y melancólicas. No quiero leer nada, ni escribir nada.

Sábado. Mi hija recibe a un grupo de amigas y yo intento leer en la biblioteca. Escucho gritos, risas, fragmentos de conversaciones. Ayer visité a Sebastián Mesa en su taller. Me mostró algunas de sus obras y también una de Claudio Gallina que trabaja ahí con él. Saqué fotos. Hablamos bastante. Me volvió a citar una novela de ciencia ficción titulada Destrucción, de un tal René Barjavel. Cuando entro en contacto con artistas plásticos me lleno de una fresca indiferencia hacia el mundo. Sebastián me confesó que hacía un mes que no salía de su casa.

Sábado. Escribo una ligera viñeta crítica sobre el Bloomsday que -más allá de los risueños recorridos por Dublin, con turistas legos o fanáticos, más allá de la misma figura de Joyce, mítica, todavía algo hermética, aunque ya definitivamente pop- a mí, este día, digo, me sirve para recordar que la lengua no es ni doméstica, ni metafísica, ni institucional, es más bien mecánica y picaresca. Los avatares de la coyuntura importan, importa la serie social, importa esa risa, esa tragedia, la política, los géneros, las peregrinaciones, el mar Mediterráneo, importa Irlanda tanto como Roma, el Occidente, la provincia de Córdoba, nuestro Dublin desde Buenos Aires. (Aunque quizás a Ramiro Sanchiz le guste pensar que Montevideo sea más merecedora de ese estigma. Y quizás tenga razón.) Están, entonces, las borracheras, los equívocos, las cirugías, los padrenuestros, el judío errante, la sorna, los idiomas, sí, y está Joyce estudioso sobre los libros, o viajando hacia el sur, o escribiéndole a Ibsen en un dialecto casi perdido de la más rara Escandinavia. Y todo eso es útil. Pero la lección doble que me hace recordar el 16 de junio es que, primero está la lengua, primero que todo, como un residuo central, con ese humor tan retorcido de lo humano, y segundo está el lector, antes que el sociólogo, antes que el historiador, antes que el crítico, antes que el lingüista, antes que el estudiante, antes, mucho antes, que el silencio y el escritor. Dicho esto, mientras Argentina empataba con Islandia en el primer partido del mundial me compré por Mercado Libre un libro de Canetti que siempre me recomienda Garcés.