Libros y Lecturas

Lunes. Un poco de desesperación vespertina. Luego, nada. Me alivia la perspectiva del viaje.

Lunes. Guerber narra un episodio: “Una vez vi a un viejo profesor cayendo por las escalinatas de la Universidad de São Paulo. Caía unos escalones, se levantaba, volvía a caer. El proceso de caída me llamó mucho la atención, porque demoró alrededor de 15 minutos para llegar al límite inferior. Yo lo observaba atentamente. Conté siete caídas. Después el viejo profesor pasó a mi lado y le agradecí efusivamente el gran espectáculo. Era de noche. Posiblemente nosotros dos (el observador y el observado) hayamos sido los únicos habitantes del campus de la Universidad. Esa noche llegué a casa y me quedé hasta las 4 de la mañana leyendo a Beckett. Así funciona el arte, queridos amigos.”

Lunes. Internet nos mostró que el mundo es un lugar horrible, lleno de gente insatisfecha. Insatisfecha con su cuerpo, con su trabajo, con su familia, con su pareja, con su mente, con sus fantasías. Internet nos mostró todo eso y nos dijo que toda esa gente podía hablar y podía expresarse y agredirse y agredirnos. Internet nos mostró lo que ya sabíamos que existía y que siempre existió: la cruel verdad de que el hombre está enfrentado a sí mismo. No a otros hombres. O no solo a otros hombres. Y que cuando se enfrenta a sí mismo pierde irremediablemente esa confrontación, lleno de ansiedad, de frustración, de celos, de envidia. Internet llega para liberalizar nuestras costumbres pero llega tarde cuando nuestras costumbres ya fueron sometidas a proyectos de una libertad sistemática, fraudulenta, obligatoria. Internet es así una máquina redundante, que satura todo. En ese sentido los androides son diferentes. No son humanos. Pero irónicamente nos vienen a demostrar que los humanos podemos ser mejores o que algo parecido a nosotros puede ser más humano que nosotros mismos.

Sábado. Leo una entrevista, de hace unos meses, a Alan Pauls. Salió en La Nación. Antes de las preguntas, Victoria Pérez Sabala, una periodista tilinga, escribe: “Por los pasillos de la casa, Pauls camina entre cientos de autores: los mejores. Por un lado ficción, por otro, no ficción. Debería tener un castillo para poder albergar todos los libros que quiere.” ¿Un castillo? ¿Esa es la idea que le genera una biblioteca grande? Pero más me llama la atención “cientos de autores: los mejores.” Desde luego, hay cientos de autores que son los mejores. Los mejores, para decirlo al revés, llegan a ser unos cientos. No más. Ahora bien, ¿Pauls solo lee a los mejores? ¿No lee a los que no son mejores? Creo que hay algunos buenos entre los no mejores. Y de paso, solo leer a los mejores es limitado. Estoy seguro que Pauls tiene una biblioteca secreta para los no tan mejores, una biblioteca que puede dar grandes momentos de concentración, descubrimiento y placer lector, tantos como la biblioteca principal que recorre y le muestra a los periodistas.

Lunes. La risa de la muchacha de Tracia. Para mí, Tales se tiró al pozo para hacerla reír. Cada vez estoy más convencido de eso. Las estrellas están bien pero pueden aburrir, en cambio la risa de una muchacha… ¿cuánto vale? Sandro lo subrayó bien. Una muchacha y una guitarra para poder cantar. No se necesita más y eso es lo mínimo. El instrumento y el público. Dudo que Tales ignorara estas cuestiones básicas. Entonces las estrellas, pero también el acto, el actuar, y producir algo terreno, la pantomima y la risa. Ya lo dice el viejo adagio: si la hacés reír…

Lunes. Hago listas de historias que tengo que contar y a su vez listas de libros que tengo que escribir. (¡No ya leer sino escribir!) Me sorprende que por momentos ese breve recorrido se estire e incluso sirva de algo. Romain Bardet es un ciclista francés. En el caño de su bici se lee “Take the risk or lose the chance.” Compré Sonetos antárticos de Marcos Victoria. Y una edición de Aguilar de la Ética de Spinoza. Compruebo, no sin asombro tonto, que es verdad su influencia directa sobre el romanticismo alemán.

Lunes. El método no es un palo, una antesala, un prólogo, un mecanismo, el método es parte de la verdad que se busca. Spinoza lo sabía esto. Hay una entrada de Wikipedia que se llama “Soldados japoneses que no se rindieron tras el final de la Segunda Guerra Mundial.” El artículo es muy bueno. La concupiscencia describe sentir deseos, o exceso de deseos, no gratos a Dios. Pero deseo o exceso de deseo no es lo mismo. Leo Experimentos con seres humanos, una novela del escritor cordobés Carlos Schilling que se publicó en el 2013. El primer párrafo de la novela dice así: “Cuando tenía 13 años me gustaba dibujar esvásticas en los cuadernos borradores. Cruces esvásticas y variaciones de las mascaras de Kiss. Empezaba desde la última página y avanzaba en el sentido contrario hasta que los dibujos se superponían a los deberes escolares. La coincidencia siempre era extraña. Una levísima sensación de mareo, un parpadeo desorientado, una búsqueda en el vacío.” Todos somos en algún momento de nuestra vida un japonés que resiste en la selva. Deseo y exceso de deseo.

Lunes. El lunes a la mañana hay que tener cuidado con la música que uno escucha. “La semana pasada una adolescente se pegó un tiro en La Plata” puede ser nuestro “Tonight a comedian died in New York.” La chica avisó en Facebook y después dejó una carta de despedida que empieza “Chau, mierdas.” No se mató. Está internada. No tengo idea si van a dar la noticia cuando muera. Quizás quede suspendida para siempre en ese pasaje mediático. (Siempre pensé que mi personaje era Rorschach, pero no, parece que es The Comedian.) Más tarde, Robles me cuenta que manda facturas para cobrar por sus trabajos usando sobres y correo y después cruza el correo y va a una librería de usados que queda cerca de la estación de subte Rosas. “Es mi momento siglo XX de la semana” me dice. Después me explica que tramitar la factura electrónica en el sitio de la Afip es muy complejo. Los libros, el dinero, los sobres, todo ese papel sigue vivo como medio de comunicación.

Domingo. Soñé que era músico y tocaba en el subte. Después de tocar, en una estación de trenes, conocía una violinista, una mujer de unos cuarenta años, y a un hombre que me daba un arco de violín. Me lo alcanzaba desde una escalera de la estación y yo, que ya tenía otro arco en la mano, lo agarraba. Después caminábamos los tres juntos. A lo lejos se escuchaba música y dentro de esa música, en un momento, empezaba a sonar G-Spot Tornado, y yo decía que era el Zappa de The Yellow Shark. Ellos ya lo sabían y yo sabía que lo sabían.

Lunes. El fin de semana vi dos películas en Netflix, Autómata con Antonio Banderas, una especie de Blade runner meets I Robot con androides de hojalata, que al final degenera en una especie de western. Y Ex-machina, de estética más indie, donde un Steve Jobs de cabotaje crea androides sexuales en un refugio en las montañas. Las dos me parecieron excelentemente filmadas y con guiones pobres, remanidos, lugares comunes que no sorprenden. Los robots aprenden, evolucionan, toman decisiones, se vuelven más humanos que los humanos. ¡Oh, los robots desean la libertad! Bueno, creo que eso ya lo escuché en otro lado. Pero rescato una idea de la segunda: el cerebro de la sexy y melancólica AI es la conexión de todos los hardwares del mundo. O sea que piensa a través de toda la red de redes. Obviamente la idea aparece estetizada. Si fuera una película realista su cara debería reflejar la obscena danza del dinero digital, el ocio irónico y aburrido de las redes sociales, el hastío de la pornografía y miles de millones de pixeles abandonados.