Lunes. Leo En guerra con la piel de Nicolás Mavrakis, editado por Azul Francia. Algunos cuentos ya los conocía, había leído versiones anteriores. Hasta ahora el que más me gusta es el que le da el nombre al libro. No solo me gusta, es una pieza de antología, lúcida y transparente sobre un tema que podría ser escatologico y que Mavrakis opta por hacer lumínico. Esto genera un efecto de extrañamiento. La prosa precisa y tersa sobre eso que se arruga, se deteriora y se pervierte resulta un acierto que pone en tensión forma y trama. Pero ¿qué narra En guerra con la piel? Ya desde su título no se trata de “contra” sino “con.”

La piel es uno, pero al mismo tiempo también es frontera, órgano que se rebela, una especie de doppelgänger con el cual se conversa, se discute y se pelea. ¿Qué es lo que pasa cuando la piel enferma? Las diferentes respuestas a esa pregunta alcanzan a términos tomados de la práctica bélica y se estira hasta una ácida crítica al sistema de salud contemporáneo. Como título del libro, o sea, como rotulación aglutinante de los otros cuentos, la guerra se vuelve más hacia lo psíquico y deja atrás el dolor físico del fracaso de la farmacopea para avanzar sobre otras obsesiones, no menos recurrentes como la música, el periodismo o la identidad y sus equívocos.

Martes. Veo El Credo, un documental estrenado en el 2019, dirigido por Alan R. Sasiain. Me resulta excelente. ¿Qué es? Una narración impecable de la formación, el accionar, el juicio y la condena de un grupo neonazi de Mar del Plata. Lo veo gratis en YouTube. Hay empatía con una de las sátiras del libro de Mavrakis. Se pueden leer juntos.

Miércoles. La humilde y sucia manualidad del escribir calma más mi ansiedad que la muy intelectual tarea del leer. Fea debilidad de mi parte. Si leo es para escribir en el margen, para subrayar, para anotar. Ya no hago acopio de lo que leo, ya siento que estoy saturado de palabras. Prefiero entonces la deyección, que me alivia. Pero ¿alguna vez fue diferente? El procesador de textos de mi computadora al menos es algo limpio. Escribir a mano en una hoja de papel, ¿no hay en eso una irrefrenable constancia de analidad? Escribir a mano en una hoja con tinta me resulta una escena grotesca, parecida a la del nene que juega con sus heces.

Más tarde. Hacer algunos experimentos con el tiempo. ¿Cuales? Decir: “no tengo tiempo.” Y después dedicarle tres horas por reloj a un proyecto. Anotar luego las consecuencias. De ser posible, que las tres horas sean de madrugada. Luego duplicar la sesión. Tres horas a la tarde. Tres horas a la madrugada. La cuarentena debería permitir estos experimentos.

Jueves. ¿Un mundo sin cuarentena? ¿O un mundo que es indiferente del acuerdo de todos en que la cuarentena sigue? Hay que leer malos escritores. Grave gimnasia esa. Escritores que no nos gustan, escritores que son malos, malos poetas, malos prosistas, leer a todos esos artistas de la intrascendencia. Algunos hay que leerlos porque se los puedo reescribir, sobre todo los historiadores. Los otros, los malos que son malos y ya, con toda la tersa maldad de lo mal hecho, hay que leerlos porque no es posible escribir bien sin una cuota obtusa de masoquismo.

Más tarde. Fantasías intelectuales, muchas. ¿Cómo las alimentamos, con qué? La principal, la soledad. Refrán napolitano: “Si querés cenar con el demonio tenés que tener una cuchara muy larga.”

Viernes. Hace poco subí a la terraza del edificio donde estoy viviendo. Noté que ya no hay tantas antenas como antes. Antes se veían muchas antenas viejas, en desuso, agrupadas, resecas, desconectadas. Ahora ya no hay tantas. Casi no hay. Las fueron sacando, podando, desinstalando. Se veían en el paisaje y se veían en el mismo edificio. Volví a pensar que la información irradiada es más moderna que la información mandada por cable. En ese sentido hay una cierta involución en los medios de nuestros consumos. Si un alien sintonizara las ondas de radio del planeta Tierra seguro vería programas de tv de la década del sesenta. Creo que los viejos aparatos estaban mejor preparados para el futuro. Por eso se resisten y no mueren, son más duros y fuertes que nuestra sorprendente cultura digital, que se nos va de las manos como una mala película en Netflix.