Lunes. ¿Reabren los museos? Uno o dos días antes de que empezara la cuarentena iba a ir a ver el Shooting star de Pollock al MNBA. Llegué y estaba cerrado, pero no se avisaba por qué. Caminé un poco por el barrio del Museo hacia el norte. Crucé Plaza Mitre pero seguí por Libertador. Y después empezó todo este asunto. En estos días reabren los museos, nueve meses después. Pasaron muchas cosas. Yo sigo pensando que el Shooting star lo colgaría apaisado, acostado. No sé por qué. Quizás sea la influencia de otros de sus cuadros. De todos los artistas plásticos del siglo XX, es a Pollock al que vuelvo siempre. En cuanto pueda, voy a verlo.

Más tarde. La obra de Pollock de los años 40, donde todavía se ven pinceladas con el dripping, es una crítica en clave Wittgenstein, a El Aleph de Borges. No conocemos la sintaxis del universo, solo su vocabulario. Si lo viéramos, no lo entenderíamos. Sería algo magnético pero inasible. Bueno, Borges dice un poco eso.

Martes. Leo en Página/12 que antes de fin de año podría estar la vacuna rusa. La viceministra de salud argentina acaba de viajar a Moscú por ese tema. La noticia me genera cierta esperanza pero poco alivio. ¿Por qué? Porque ya estamos a fin de año. Al mismo tiempo, empezaron a aparecer libros sobre la peste, el virus, la cuarentena, la pandemia y sus implicancias. Me resulta, por lo menos, osado. Es como escribir y publicar la reseña de una película en el medio de la proyección. O como cuenta la famosa anécdota del tipo que se tiró de un piso veinte y en el piso diez, de una ventana, le preguntaron cómo estaba. “Por ahora voy bien” respondió.

Miércoles. Estoy leyendo. Sin motivo aparente detengo la lectura. Pienso en la intrascendencia. ¿Por qué? Cuando se escribe, cuando se deja letra escrita, la letra negra del arte, el olvido nunca es perfecto. Nadie logra ser olvidado del todo, nunca. Pregonar que el olvido nos va a cubrir a todos con democrática y piadosa solvencia es un alivio pero también una fantasía. En cambio, más complejo es decir que no, que no seremos olvidados, más áspero es señalar que caeremos en la intrascendencia. Y que esa muerte puede llegar en vida. Los escritores intrascendentes son legión. En todas las épocas hay cientos, miles. ¿Son dije? ¿Qué me exime a mí de ese destino actual? Escribo porque me gusta escribir, porque tengo esa ligera adicción a las letras, a las palabras y al significante. Mi goce es intentar forzar el significante, acorralarlo para intentar domarlo, para hacerlo decir. En ese combate ciego que elijo no hay posteridad, no hay más allá. Ese goce, a veces malsano, a veces respetable, se lleva toda mi energía. Sé que va a ser, en parte, olvidado. No hay forma de que el tiempo no lo desluzca, no lo abolle, no lo tape. Ahora bien, la verificación de la intrascendencia es más punzante. Una cosa es el olvido, parcial, polvoriento, y otra diferente es la sospecha, casi certeza, de que eso que se produce con tantos golpes, dados y recibidos, los lentos golpes del leer y escribir, no le interesa a nadie. Y sin embargo, acá sigo. Letra por letra, insistiendo.

Más tarde. Siempre en el futuro alguien, como pasa siempre, dirá “no sigamos olvidando a los escritores olvidados” pero ¿quién de nosotros reivindicará a los escritores intrascendentes?

Jueves. María Lobo me escribe desde Tucumán. “La verdad que sí, que es un año que no fue un año. Difícil de definir. Tendríamos que ponernos a pensarlo más. Yo quisiera pensarlo más. Lo hago bastante en mis sesiones de análisis. No llego nunca a ningún lado. Siento que estoy pensándolo con una lógica que ya no deberíamos usar más. Como si este fuera un año de vanguardia que sigo empecinada en pensar desde una lógica convencional. Como si hubiera algo que no veo. En fin. Hay algo que no vemos. Eso es lo único que sé.” Qué bien escribe. Es de lo mejor que leí sobre el 2020.

Viernes. En la parte del barrio de Flores en la que vivo hay muchos geriátricos. También casas donde se deja a los hijos con discapacidad mental. Algunas tarde se escuchan gritos de dolor. No parecen de dolor físico sino espiritual. No logro distinguir si son los viejos o los otros los que gritan. En la basura encuentro una novela titulada Hora Cero, sin la tapa, firmada por Joseph Finder y traducida por César Aira. Creo que esto ya lo conté.