Lunes. Hoy está de moda la inclusión. Es algo positivo, más allá de los matices. Una especie de vuelta al catolicismo de forma secular. Un largo atajo que nos devuelve a los Mandamientos primero y a los Evangelios después. A veces esos rodeos, donde se pierden y se ganan cosas, son necesarios o por lo menos son, están ahí. Pero no siempre fue así. Hubo épocas recientes en que estuvo de moda la exclusión. Y fueron épocas más oscuras.
No me gusta que paganisemos y secularicemos el catolicismo. Pero si es un movimiento que trae tolerancia, amistad, construcción y encuentro es bienvenido. Ahora bien, el problema es la base filosófica. ¿Suena mal decirlo así? ¿Demasiado rústico? Pero es algo que ya avisaba Perón cuando decía en Filosofía peronista: “Todo movimiento colectivo que trata de introducir modificaciones de fondo en la estructura social, debe tener una sólida justificación filosófica. Esta afirmación es corroborada por la historia, pues las grandes corrientes transformadoras han obrado siempre con un firme respaldo filosófico.” ¿Cuál es el firme respaldo filosófico de estas nuevas corrientes de la inclusión? Si son una moda, si son posturas parciales, sesgadas, frívolas, es probable que no duren mucho y que la moda de la exclusión vuelva. Y la exclusión vuelve. Eso es una certeza. Es más, la exclusión muchas veces nace dentro de la frivolidad de la inclusión.
Martes. La semana pasada murió Roberto Rabanal, uno de esos escritores de la porteñidad que vivía un poco del periodismo, de dar clases de guión y esas cosas. Había sido redactor de La Nación, se había jubilado, se había dedicado a escribir, se había ido a vivir a Uruguay. Cada tanto sacaba un libro. Si no recuerdo mal tenía un libro sobre Dante, o algo así, y alguna vez le leí una nota, un artículo o un prólogo, donde decía que le hubiese gustado escribir una obra como los últimos quintetos de Beethoven. Luego se daba cuenta que estaba diciendo una barbaridad y corregía señalando que no se trataba de emular el talento de Beethoven sino copiar la forma, la potencia de no sé qué y, desde luego, la terminaba de embarrar. En Clarín leo un desangelado obituario que reza sin mucho énfasis: “El autor vivía en Uruguay y hace poco le habían diagnosticado un cáncer. Fue subsecretario de Cultura con Alfonsín.”
Miércoles. Sigo con Rabanal, algo de su existencia y su final me convoca. Leo en Página/12 del domingo una muy buena nota de María Moreno recordándolo. En un momento dice: “a cierta altura de la noche de copas, suelo reclamarle a un entrañable ejecutivo de Página12 lo que podría llamarse el cupo fúnebre. Exijo que a mi muerte me dediquen por lo menos la tapa de Radar. Le hago la lista negra, la de los que no quiero que escriban mi necrológica y otra blanca con los elegidos. Qué ironía para un pedido megalómano: ¡ambas listas se están quedando vacías!”
Jueves. La semana pasada también murió Víctor Basterra, el obrero gráfico que sacó las fotos escondidas de la ESMA. La desgrabación de su testimonio a la CONADEP es uno de los mejores textos que se produjeron sobre el Terrorismo de Estado en la Argentina. Lo busco en la web pero no lo encuentro. Sí hay muchas necrológicas y se multiplican las fotos que él recuperó. Sigo leyendo Malvinas, la cultura de la derrota y sus mitos del veterano Fernando Cangiano y compro y empiezo a leer Malaparte de Franco Vegliani, una especie de reportaje sobre la vida y la muerte del escritor italiano. Tengo la impresión de ya haber consignado ese libro. Es una edición de bolsillo de 1961, de Plaza & Janés.
Viernes. El virus, personaje del año, viene siendo relativizado por el gobierno de la ciudad. Acabamos de pasar de la ASPO, aislamiento social preventivo obligatorio, a la DISPO, distancia social preventiva obligatoria. Los nombres podrían ser de Tolkien, o de algún dibujito animado de la tele. O de una obra de Flaubert o Beckett. ASPO y DISPO fueron al río. ASPO se ahogó. ¿Quién quedó? Es una buena pregunta.