7. Los ensayos de Aira y las novelas de Aira. La novela presurizada, la experimentación con el punteo sobre la extensión. Lo corto, lo largo, lo rápido, lo extenso. Aira nos propone otra forma de leer pero no nos explica nunca cómo hacerlo. Lo sabe, desde ya. Diríamos que Aira sabe cómo debe ser leída su obra, incluso los defectos de su obra, sus limitaciones. Y se cuida mucho de señalar ese cómo. Pero también hay algo que se le escapa. Nadie leyó todos los libros de Aira, ni siquiera el mismo Aira. Quizás Ricardo Strafacce lo haya hecho, pero Strafacce es un escritor más dotado que Aira, no tan prodigioso, más conflictivo y reflexivo.

8. La opción por la mala literatura no acepta ser enunciada sino por el mismo autor. El mecanismo es similar al de los chistes de los negros y los judios. Solo negros y judios pueden contarlos. Contados por otros no dan gracia, y suelen ser ofensivos.

9. Hay un intento en Aira: el abandono completo de la idea de épica, drama o psicología. ¿Se lo logra? No importa tanto eso como el gesto de su enunciación programática.

10. Quizás César Aira odie a sus lectores porque todo arte con pretensiones de ruptura con la tradición hoy termina generando consumidores conservadores. Quizás los odie porque de una u otra forma irrumpen en su mundo privado y lo manchan de banalidad. Es probable que Aira tenga más simpatía por los lectores que a su vez lo odian a él, que a lectores que lo aman. Sería una versión más de las aporías de esas antiguas y anacrónicas vanguardias.

11. Le dedico un tiempo a ver entrevistas de César Aira en YouTube. Aira es un entrevistado poco conspicuo. Responde lo que le preguntan con honestidad y eso le juega en contra. Se trata del espectáculo de la simplicidad, casi aburrido. Con sus entrevistas, Aira subraya que lo que importa está en sus libros. No podemos culparlo por eso. Leo comentarios sobre sus últimas novelas que se publicaron. El dispositivo Cesar Aira sigue sacando libros. Sigue escribiendo. Flavio Lo Presti lo llama la Máquina Aira. Tengo otra sospecha. César Aira murió. ¿Cuándo? En algún momento del siglo XXI. No puedo precisarlo. Murieron, hace poco, sus amigos, Fogwill y Laiseca, murió Ricardo Piglia, su principal enemigo. Murió su bohemia. La década del 80, esa frivolidad, ese guiño irónico ya es mítico, las librerías de viejo se van yendo… Quizás el momento haya sido hace poco, cuando la Biblioteca Nacional celebró que llegó a los cien libros publicados. Quizás haya sido durante la cuarentena, aunque es posible que la defunción se haya dado mucho antes. Otra prueba de su muerte es que ahora tenemos a sus viudas, sus epígonos y sus apologistas, moderados o aguerridos. De hecho, ya se escribieron algunos epitafios. No me refiero aquí al talentoso Ricardo Strafface que, en su empeño por emular al maestro, comienza a superarlo. La escuela neo-lacaniana de Buenos Aires es claramente una de las mejores novelas de Aira que Aira no escribió, o no pudo escribir, un libro excelente, que se mete con una cofradía populosa, peligrosa y subterránea. A veces la literatura nos ofrece estas paradojas. Pero ¿qué puede hacer el dispositivo frente al avance de la nada? Hacer, lo que se dice “hacer”, hace mucho porque sigue sacando novelas geniales. La genialidad es lo que queda, lo que permanece, la forma, ese placer siempre redituable de conmover, de tensionar, incluso de quebrar la forma. El genio, podríamos decir, no muere. Pero cualquier variación de tipo genérica conllevaría una transgresión. Por ejemplo, el Dispositivo Aira no puede escribir memorias, teatro o poesía. Ni mucho menos guiones de cine. Ni menos que menos columnas de opinión. Su programa original y su sistema operativo son incapaces de procesar ese tipo de géneros. Acepta, como mucho, cada tanto, el ensayo y siempre con un claro esfuerzo que, desde luego, da sus frutos. Aira fue un ensayista, incluso un conferencista, muy preciso y sugerente. Llegó a hacer una muestra de su obra plástica, a escribir en revistas, a frecuentar vernissages de amigos. Pero el dispositivo entró en el loop final y hoy no repara en matices, no se desvía. Entiendo que este final puede estirarse mucho, e incluso demasiado. Mientras sigan saliendo novelas, el Dispositivo Aira seguirá funcionando, sufriendo un desgaste, desde ya, pero demostrando finalmente que está activo, que no quiere ni puede parar, un poco al estilo de El extraño caso del señor Valdemar de Poe. Así, en el plano terrenal y mundano de la rutina diaria, Aira se va transformando en un personaje suyo. El genio loco que escribe siempre una novela más, que es al mismo tiempo una novela diferente, pero que, sin dudas, también es la misma novela, con variaciones, sin sorpresas, más astuta, más elegante, igual de previsible. Y temo que lo mismo nos pase a nosotros al leerlo. El lector que se adapta a la sistematización, que disfruta de ese juego, que se funde con lo que lee, y aceptar sin darse cuenta ese viaje que lo abstrae de su propio mundo. Es el efecto garantizado de los signos. No se puede ser extremo en ese mundo, jugar con esos materiales, exigirlos, instrumentalizarlos, someterlos y no resultar afectado. Para el estrangulamiento al que César Aira sometió a los signos y sus tradiciones, e incluso a sí mismo, entiendo que, pese a todo, sale ganando. ¿Por qué? Su obra es testigo de esa ganancia.