Lunes. En 1988 mi padre me llevó al Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia, al que nosotros conocíamos como Museo de Ciencias Naturales del Parque Centenario. Yo tenía doce años. No recuerdo por qué fuimos. No fue una visita planificada. Simplemente un día mi padre me invitó a ir al museo juntos y fuimos. Recuerdo que ni mi hermano ni mi madre nos acompañaron. La visita empezó, lo recuerdo con mucha precisión, en el exterior del edificio. Mi padre era arquitecto y señaló la estructura del edificio y concluyó que era mucho más grande que las salas que íbamos a recorrer. Eso quería decir que el museo tenía otros espacios, gabinetes de estudio, lugares de trabajo, a los que el público y los habitués no accedían.

Yo ya conocía el museo y la colección que exhibía. Había ido al menos dos veces con excursiones del colegio. Pero nunca se me había ocurrido hacer esa comparación entre el interior y el exterior del edificio. Después mi padre, que era arquitecto, me habló de los arcos y las terminaciones que se veían cuando entramos por la puerta principal. Recuerdo que recorrimos las salas solos. No había guías ni visitas guiadas y tampoco teníamos necesidad de recurrir a nadie. El museo fue para nosotros, al menos esa vez, lo que se exhibía. Me acordé de una muestra bastante importante que había visto ahí. Se llamaba Dinosaurios rusos en Buenos Aires. Todavía tengo un folleto que me dieron y que explica que se trataba de una de las muestras itinerantes más grandes de dinosaurios que se había hecho a escala mundial. Pero esa vez con mi padre no había muestra temporaria. Así que empezamos por la sala de los minerales que no me interesaba y que me daba un poco de miedo. Pero él sabía de piedras y de geología y siempre hacía algún comentario interesante o irónico, como “un buen cascote” para referirse a un meteorito con partes metálicas. Después fuimos al acuario. Me acuerdo que mientras caminábamos me comentó al pasar que no sabía desde cuando el hombre habitaba el mundo. ¿Sería un millón de años? Yo tampoco sabía. Y entonces él dijo: “Es algo que deberíamos saber.” Así que se acercó a una chica que estaba como guardiana de sala y le preguntó. Ella le respondió que los restos más antiguos atribuidos a Homo sapiens se encontraron tenían alrededor de 300.000 años de antigüedad. A mi padre le pareció poco. “Recién llegamos” dijo. Visitamos los dinosaurios. Mi recuerdo de esa visita es de una profunda melancolía, sin embargo, en ese momento no se trató, para nada, de un momento opaco, pese a lo polvoriento de algunas vitrinas y algunos de los animales embalsamados. Recuerdo la alegría que me daban las salas de insectos y su tazonomización de estética positivista. Mi padre miraba mucho más la parte, digamos, artística de la muestra estable, sus virtudes y defectos, antes que la parte científica, a la que citaba o buscaba solo en función del buen arte de las formas y la disposición de lo exhibido. Yo tenía una mirada muy diferente, pero mientras él apreciaba la plasticidad del león congelado para siempre devorando a la gacela, o la postura épica de los esqueletos de dinosaurios, mi interés se perdía en especular sobre la historia de lo que se mostraba en su dimensión alegórica sino también en su dimensión material. ¿Cómo habían llegado ese animales ahí? ¿Quién los había cazado? ¿Quién era el taxidermista dedicado que los había dejado duros para su exhibición? ¿Cómo se limpiaban y cuidaban? Mi padre, si yo preguntaba, respondía de manera instintiva: “Supongo que los limpian con un plumero.” El Museo de Ciencias Naturales del Parque Centenario fue el primer museo que sentí como propio y donde alguna vez pensé que, de todos los trabajos posibles, quizás, trabajar en un museo no era el peor de todo. Mucho tiempo después, cuando voy con mis hijos, a más de treinta años de esa visita con mi padre, las partes aggiornadas fueron las que menos me gustaron y busqué las más tradicionales, las que no variaron con el tiempo. Hoy el museo está cerrado, como todos los museos.

Martes. Voy a buscar mis lentes nuevos a la óptica del Hospital Italiano. El trámite es breve. Cuando vuelvo a casa, los pruebo y el de ver de lejos modifica para bien mi ojo izquierdo. Del de ver de cerca me sirve el vidrio de la derecha, que le da nitidez a mi visión, pero el de la izquierda nubla todo. Puedo decir que arruina lo que anda bien. Ambos me dan mucho dolor de cabeza. Supongo que esto es normal. Pero temo que se hayan equivocado de graduación y de lentes. Todo me lleva a pensar eso. Necesito corroborarlo. Así que tengo que sacar turno otra vez, esperar un mes y medio, etcétera. La situación es engorrosa. Pero después veo los números de muertos y pongo un poco en perspectiva mi leve miopía.

Más tarde. La paranoia siempre gana. Lo único que nos separa del mal y la entropía es Jesús y su prédica.

Miércoles. El País, el diario de España, me manda un correo que dice: “No lo dejes para mañana, puede ser tarde.” Quieren que me suscriba, antes de que llegue el apocalipsis. Ayer hablé con Godoy. Hicimos una videollamada. Hablamos de muchas cosas. En un momento me salió decirle que este apocalipsis incompleto, aburrido, burocrático no es mejor. Él dijo que sí, que era menos épico. Hablamos de hacer negocios con algunos cursos y talleres. Tenemos esperanza. Por Robles, vuelvo a leer a Hamsun. Vuelvo a Por los senderos que la maleza oculta. La lectura me entusiasma. Me dan ganas de escribir, lo cual es cada vez más raro. ¿Escribir? ¿Para qué? Y sin embargo, ahí están las ganas.

Jueves. Si el año pasado las noticias eran de muertos ancianos, los muertos hoy ya son edad madura o jóvenes. Llegan las noticias. Hay algo del orden del azar en esas muertes que es terrible, y genera un terror intermitente. El miedo viene y se va. Robles escribió un relato sobre el tema, hace ya un par de años. el tema del azar y la muerte. Recuerdo que me había gustado mucho. Hoy pasé por el Parque Centenario y le saqué una foto a Pasteur. Fue un acto instintivo. Después me di cuenta de que su figura significa mucho en estos dias. Pasteur, que está sentado, tiene un gran libro abierto pero no lee. En vez de leer mira el cráneo de un animal, supongo que de un perro o un gato.

Viernes. Leo Homenaje a Francisco Almeyra de Bioy, directamente desde un sitio web que publica obras de la literatura argentina en Internet. El cuento es muy bueno, contundente, y está bien escrito. Pone en acto las teorías sobre las armas y las letras y lo hace con inteligencia, pero después con sorpresa encuentro la biografía en Wikipedia del Francisco de Paula Almeyra que editó La lira argentina y fue un médico importante del siglo XIX. La narración de la persona histórica me sorprende más que la ficción, pero la sorpresa dura poco tiempo. También hay azar y muerte en el cuento de Bioy. Azar, muerte y destino. A la dulce fatalidad de ser argentino, la amarga fatalidad de los años 2020 y 2021.