Lunes. Ya no se lee tanto interés literario en el virus, la pandemia y la cuarentena. Ni siquiera el periodismo insiste. Las muertes siguen ahí pero la novedad se agotó hace tiempo. Cuando despertó, el dinosaurio… Hace unos días Chano, el cantante, tuvo un episodio psicótico y atacó a un policía con un cuchillo de cortar el pan. El policía reaccionó pegándole un tiro en la panza. Ahora Chano está internado y le tuvieron que extirpar parte del páncreas y un riñón.

Antes de eso, Palo Pandolfo de Don Cornelio y la zona y Los visitantes, se desplomó en la calle, saliendo de un Rapipago, cerca de Diaz Velez y Riglos. Cuando la ambulancia llegó ya estaba muerto. Son hechos trágicos de famosos con talento. La erosión sistemática del Covid queda relegada frente a eso. Los diarios de la peste amainan. Los escritores van hacia otros lugares. Llegan las elecciones. Hubo un escándalo presidencial suave ligado a mujeres de mala vida. Los que toman la euforia con euforia nunca se quedan para la disforia. Ni siquiera el virus puede ganarle al aburrimiento de la raza humana.

Martes. Hablo por Facebook con Ezequiel Rivas, un docente de griego clásico que tuve en mi juventud. Me contó que una catedrática de griego I de la carrera de letras, Andrade o Andrada, murió hace algunos años. Me acuerdo muy bien que era una mujer sin gracia, apagada, más bien cuadrada, que se enojó durante un examen que me tomó porque señalé que las descripciones de las armas en la Ilíada eran excesivas y habían sido agregadas con seguridad mucho después. Me podría haber preguntado después ¿cuándo? En vez de eso puso cara de asco y ligera indignación. ¿No era que incluso Homero a veces se dormía? Es posible que Caronte le haya reprochado esa actitud antes de recibir las monedas. Es posible que no lo haya hecho. No importa. Noto que soy bastante resentido con esas personas que conocí, de paso, hace mucho tiempo y pudiendo haber sido amables, fueron amargas. Su muerte me trae un raro alivio y refresca la lección de Henry James. Solamente importan tres cosas: “Be kind, be kind, be kind.” Di ese nivel de griego libre, y estudié mucho para rendir bien. Ahora pienso que cuando era joven la ansiedad me llevaba a buscar atajos todo el tiempo. ¿A dónde quería llegar? Supongo que a Internet. O más bien a esa escena en la que yo estoy escribiendo frente a la computadora. Básicamente es lo mismo. Ezequiel me recomienda The Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy de Martha C. Nussbaum para leer a Sófocles.

Más tarde. Ahora recuerdo con desagrado a los estudiantes de la carrera de Letras de la UBA, moviéndose de rodillas por los pasillos y las aulas, mendigos de su propia neurosis, enfrentando docentes que fueron como ellos. No sé por qué me llega ese recuerdo tan cargado de resentimiento. Es un recuerdo desagradable. En un punto yo fui ambas cosas, aunque ahora no lo soy más. Eso me genera alivio.

Miércoles. Reviso Historia del puerto de Buenos Aires de Rafael E. Longo y mientras tanto voy tomando apuntes sobre un relato que podría llamarse Tierra sin hambre donde un hombre lobo italiano narra su vida de trescientos años en el Río del Plata. Robles me dice luego —la coincidencia no me sorprende— que compró una antología de relatos de hombres lobo editada por Penguin. La comparamos con la que yo tengo de Siruela. Parece ser la misma, con los mismos cuentos. Son narraciones más bien clásicas, sin mucha sorpresa. Sarlo dijo en la televisión que las Islas Malvinas son territorio británico. Eso tampoco me sorprende. Aunque estuvo especialmente vehemente. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Leo el principio del poema sobre el navegante de Pound: “Pueda yo contar la verdad en mi propia canción,/ Jerga de viaje, y de cómo en días difíciles/ Las penurias he resistido.”

Jueves. Resfrio. Malestar. Desconcentración. Pienso en el estornudo de un hombre lobo. Leo El relato de mi vida de Thomas Mann. “De la cuna a la tumba,/ Nada tiene un comienzo,/ Y ya todo viene siendo/ Llanto, guasca y vida punga.”