Lunes. Desde hace ya algunas semanas voy trabajando de a poco pero sin descanso en el curso sobre Wagner que vamos a dar con Napo. Sobre todo trato de pensar qué decir mientras escucho la música. ¿Wagner hoy? Nadie se encierra a ver y escuchar una ópera de tres horas. Está bien. Pero nos encerramos a ver una serie de seis episodios de cuarenta minutos cada uno. No es un problema de tiempo. ¿Podemos hacer un consumo fragmentado de la obra wagneriana? No solo podemos, es una ventaja. ¿Le gustaría al compositor? Desde luego que no. Entonces hay algo que es factible de ser ajustado, adaptado, comprendido. A la Gesamtkunstwerk del siglo XIX, el siglo XXI le opone una escucha fragmentaria. De hecho, la escucha hoy siempre está atravesada por una coyuntura que es diferente a la del siglo XIX. El tiempo, uno de los elementos más importantes de la obra wagneriana, es otro tema, siempre es otro tema. Pero, insisto, no es tema de tener el tiempo o no tener el tiempo. La forma de acercarse a Wagner entonces resulta de asumirse como un wagneriano débil, un viandante, un turista impertinente que llega con las herramientas vanas y vulgares del siglo XXI. Nunca se va a la conquista del territorio wagneriano, sino que llega en peregrinación piadosa pidiendo ser iluminado.
Más tarde. La discusión política de coyuntura, esto es una serie de chicanas y malentendidos muy notables, se come las redes sociales. Mucho ruido, y del poco interesante. Internet y política, un pantano.
Martes. Otro sueño. Estoy frente a una superficie lisa. Es una piel. No sé más. Hay un grano, una imperfección en esa superficie. Lo agarro con los dedos. Lo aprieto. Comienza a saltar pus que entra en mi boca. La situación es mecánica. Aprieto, sale y me entra en la boca. No se puede detener. No siento sabor a nada. Siento asco. El sistema no se detiene. El grano explota y salta el pus. Hay una mezcla de placer y autodegradación. Pero hoy me despierto y la noticia es que ya no hace falta usar el barbijo al aire libre.
Más tarde. Cuando Wagner cantaba en Europa las tensiones entre la Edad Media, el Renacimiento y el Iluminismo, la Argentina las vivía, las experimentaba como un proceso acelerado. No había teatros para esas óperas, no había músicos, ni actores, ni público, porque toda la nación era un teatro de operaciones militares, una larga escena de cabalgatas, batallas, espadas, traiciones y amor. Hago una lista de reseñas que nunca hice. La biografía coral de Federico Peralta Ramos, que me gustó (Matías Raia me dijo el otro día que no iba y me dejó pensando.), un libro de Dugin sobre Argentina (muy pero muy malo), el libro de Cristina (muy bueno, y tengo los apuntes hechos y el borrador de una reseña, casi un ensayo). ¿Qué fue lo que impidió que me pusiera a escribir? Faltó un poco de fuerza física. Es un recuerdo muy claro. También está el ensayo sobre Fascismo y astrología en la obra de Arlt de Amícola, pero ese, tarde o temprano, va a salir. Releo, a la noche, antes de dormirme, los diarios de Eliade. Son buena compañía.
Miércoles. Voy a buscar a la librería El árbol, de combate de los pozos al 250, una compilación de Turner. En el camino entro en Mundo Extraño, una librería polvorienta de Rivadavia, y compro a 150 pesos el segundo tomo de Visiones peligrosas, la antología de Harlan Ellison, colección plateada y azul, una verdadera institución local del género. Después tomo un taxi y el taxista me dice que en un mes se jubila, después de cincuenta y dos años de trabajo. ¿Siempre en el taxi? pregunto. Siempre en el taxi, responde.
Jueves. Demandar que otro lea en nuestro lugar es algo recurrente. Por ejemplo, los premios literarios. Que el jurado elija por mí, que ellos decidan qué debo leer. Otro ejemplo, los programas universitarios y las carreras de humanidades. La gran pregunta es si las máquinas pueden transferirnos la experiencia lectora. No creo que eso pueda pasar. Ahí hay un límite. Sin embargo, sí podemos usar drogas, máquinas farmacológicas, ortopedias químicas, para potenciar nuestro cuerpo lector. También leemos con el cuerpo. Con los ojos, con la espalda, con la boca, con las manos. Y nunca leemos lo que queremos leer. Siempre leemos lo que nos dicen que hay que leer. Cuando esa situación se vuelve extrema, escribimos.