Lunes. Me entero de la muerte de Robin Wood muy temprano. Ayer domingo fue 17 de octubre que coincidió con el día de la madre. Hoy, lunes 18, moviliza la CGT. Pero la muerte del guionista parece ser mucho más importante que los miles y miles de hombres que van a ir al centro hoy. Aunque, bien mirado, quizás haya una empatía secreta. El mismo Robin me habría señalado que una movilización así, dibujada de forma a la vez detallada y esquemática por Mandrafina, ofrece un buen escenario para un diálogo inicial entre dos personajes.
De fondo, los gritos, las banderas, las consignas. En primer plano, un ligero inconformista le dice a su amigo politizado que está pensando en buscar otros horizontes, que eso ya lo conoce, que hay un eterno retorno en la militancia que ya lo hastía. El otro le pregunta qué piensa hacer. La masa de hombres se movía lenta, acompañando el ritmo de los tambores y algún ocasional fuego de artificio. El protagonista le responde que quizás viajar, al sur, a la Patagonia, embarcarse, abandonar la ciudad, irse a la soledad, a otros paisajes, a otros puertos que siempre nos modifican, que también son interiores. En el viaje está la aventura, la singularidad de la épica, el culto al hombre que se sobrepone a su destino, esa marca, esa dirección que solo nosotros podemos activar, provocar, hacer crecer. En el viaje estará el desafío, el hombre lobo, la ciudad perdida, el amor. Por otra parte, la muerte, el acto final de nuestra existencia es una garantía desde el mismo momento en que nacemos. Pero los que cuentan historias saben que, mientras sus historias existan, ellos están vivos. Más allá de los manuales, más allá de las fechas, más allá de las coyunturas, más allá de los nombres, Robin Wood nunca va a morir porque su arte está vivo y porque incluso si su arte muere, él fue una pieza fundamental, un engranaje pesado y poderoso, de la máquina narrativa del siglo XX.
Martes. Macke cuenta que compra libros por Mercado Libre, hace planes para ir a buscarlos y nunca va. (Y dice que disfruta haciendo recorridos y que eso es lo que le gusta, en realidad.) Lo entiendo. Uno pisa la ciudad yendo a buscar un libro barato, uno atraviesa los barrios y las calles por una vieja edición de Arlt a muy buen precio. Es una actividad lúdica, identitaria, genuina. Pero yo nunca dejo de ir. Jamás. (Como fuere, hay algo sensual y magnético en esa librería virtual que se despliega por toda la grilla de Buenos Aires. La librería de la ciudad pasa a ser la librería en la ciudad.)
Miércoles. No encuentro tiempo para sentarme a escribir algunos artículos que ya tengo claros en mi cabeza. Algo estoy haciendo mal.
Más tarde. Tomo el subte y leo el mapa de estaciones de la línea A. Para cada estación, bosquejo una anécdota, un recuerdo, una historia. O dos, o tres. Podría escribir una novela, pienso, que siga esa lógica secreta, no explicitada. Cada estación es un capítulo que muestra una geografía puntual, un momento de mi vida. Cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que no estoy haciendo algo muy diferente.
Jueves. Roberto D´Anna me invita a una charla sobre Arlt y el barrio de Flores. Se leen fragmentos de la obra de Arlt, aguafuertes y El juguete. Me impresiona la cantidad de direcciones que da Arlt, calle y número. Ahí hay otro recorrido señalado por los libros. En un aguafuerte, Arlt se queja de que el barrio de Flores va desapareciendo dejando lugar a edificios que le desagradan. La geografía oculta de lo conocido. Somos nosotros los perecederos, no los edificios. Somos nosotros los que nos vamos. Solamente el recuerdo de la cuarentena y el final de la pandemia que se afina y no desaparece son reales.