Domingo. El crucero llegó y tocó su sirena marina, grave y profunda, para saludar mientras entraba en la bahía. El sonido me generó alegría. El hombre de la casa tenía razón.

Lunes. El vuelo a Buenos Aires sale a las seis y media. Damos una última vuelta por la ciudad. ¿Podrías vivir acá? Sí, podría.

De madrugada. Aterrizamos y cuando salí del avión sentí que alguien me escupía en la cara. Era la humedad de Buenos Aires.

Martes. Miércoles, enseño Wagner. Sábado, Borges. En el preludio de Parsifal está cifrado todo el siglo XX, desde Samuel Beckett y John Cage hasta Star Trek. (Siempre voy a preferir enseñar Wagner.)

Miércoles. Dictum, dichter, poeta, condensar, el condensador. Ideas de Ezra Pound.

Jueves. Ya que no me resulta posible dejar de escribir, tengo que intentar escribir menos. La palabra técnica sería dosificar. Leo algunas páginas de una novela que publiqué hace años. Por supuesto, siento que tengo que corregirlas. Todas las líneas parecen tener errores evidentes.

Viernes. Cuando estuve en Malvinas, cené con unos pescadores peruanos que me contaron que cada tanto sacaban armas del fondo del mar. Una vez levantaron un cajón lleno de FALs nuevos. Los secaron y andaban. ¿Y qué hicieron? Los volvieron a tirar al agua. Tengo varias historias de esas. ¿Por qué no las escribo?

Domingo. Elecciones legislativas otra vez. Nada. Leo un ensayo suelto, publicado en 1960, titulado La acción de Francia en Argelia y firmado por el coronel Paul Notelle. Buen apellido, buena fecha, buen tema.

Lunes. Clase de Luciano Rosé, muy buena, sobre psiquiatría, pop, antipsiquiatría y Mark Fisher. En un momento dijo que Ronald Laing estuvo en la Argentina, tuvo un brote y fue atendido por psiquiatras porteños. Me resultó una información reveladora.

Martes. Salgo del ascensor. Son las siete de la tarde. Un hombre viene entrando al edificio. Tiene puesto un ambo como el que usan los enfermeros. Me pregunta si soy el del noveno piso. Le respondo que sí. Me dice que desde su casa se escuchan ruidos. “¿Ruidos?” Me dice que sí. “¿Qué tipo de ruidos?” “Tengo un hijo que estudia…” “¿Música?” Él insiste: “Ruidos…” No me da más información. “La señora del octavo también los escucha…” Lo raro es que nunca estoy y vengo de estar afuera una semana, y todo el fin de semana. ¿Ruidos? Si fuera música quizás la acusación sería más consistente. “Se lo digo para que lo tenga en cuenta…” agrega el hombre. Claro, desde ya. Le pido disculpas. Salgo del edificio. Tendría que haberle preguntado qué estudiaba su hijo. Pero habría sido agresivo. Me imagino un adolescente tratando de concentrarse en unos apuntes fotocopiados y diciéndole al padre que no puede estudiar por los ruidos. En esta ciudad, con el tren y el paso a nivel a metros, ¿de qué ruidos hablamos? Casi seguro que los de su cabeza. Flores, barrio de la cabalgata.