Martes. Ayer puse una botella de champán en el congelador. Me la olvidé y reventó. ¿Preferiría recorrer en bicicleta una Rio de Janeiro silenciosa y postapocalíptica para festejar mi cumpleaños? Es posible. Hoy cumplo cuarenta y seis. Y voy a comprar algunos libros y otra botella de champán.

Miércoles. Ayer en una librería pequeña de Corrientes encontré el libro de Mavrakis sobre Byung-Chul Han. La librería es de usados y el libro está en un lugar que sobresale del resto. Alguien pensó que merecía ese espacio y se lo dio. Fue una linda sorpresa. Es Byung-Chul Han el que eligió a Mavrakis y no al contrario.

Jueves 30 de diciembre. Un titular: “El Gobierno evalúa bajar los días de aislamiento para los casos positivos y acelera la aprobación de los tests hogareños.” Mientras tanto, Marcelo Villegas, ex ministro de Trabajo bonaerense, pidió disculpas por haber dicho que quería crear una Gestapo para perseguir a opositores mediante el armado de causas judiciales.

Viernes 31. Hoy termina un año que duró, por lo menos, setecientos días. Termina la euforia del virus, termina nuestra sorpresa, ya no hay excusas, pero la pandemia no termina. Ya no se escriben más diarios de la peste. Ya no hay más ironías. Ni novedad. Ni ensayos sobre la condición humana. Esa alegría desapareció. Lo que nos envuelve es el uso del barbijo, las noticias, el largo tedio de una ligera incertidumbre y un deseo de conclusión que no llega. Los casos suben. Los muertos siguen ahí. Pero no hay final. Una vez hablamos con Gogui del grave problema social de los mexicanos: no saben despedirse. Necesitan que las cosas sigan hasta el deterioro y la ruptura. Las fiestas, las amistades, el amor… No hay límite en el trato. La interrupción del encuentro los angustia. Son como niños. En ese sentido, nos volvimos un mundo de juguete y berrinches. Que Dios nos ampare.