Recorro Casa Nueva, el lugar donde me hospedo en la Base Carlini, un largo pasillo con cuartos con habitaciones del lado sur y habitaciones del lado norte. Es grande, tiene lugar para unas cien personas y está oscura y vacía. Los que van a invernar empiezan a buscar y a mudarse a las mejores habitaciones. Algunas tienen ranuras por donde entra agua o viento, o hay humedad en las paredes.
Desayuno en la Casa Principal donde está el comedor y la cocina. A las 8 de la mañana se junta la base en el comedor forrado en madera y con mesas y sillas de madera oscura. Se habla de un generador que hay que arreglar, de los víveres del mes y de una extracción de basura. La mayor Vanesa Pia, comandante de la base, se presenta y organiza la reunión. Cuando hay diferencias, trata de llegar a un opción que conforme a todos. Se esfuerza. Hay un tema con un traslado de la basura. La médica de la base pide un vehículo para mover basura pero está muy exigido y los mecánicos dudan. Está muy exigido. Si se rompe, no hay repuestos. La mayor propone usar un viejo tractor John Deer. Hay que hacer más viajes pero la propuesta se acepta.
En la sala de estar y cocina de la Casa Nueva, hay un arcade vertical de la década del 80. Roger, el encargado de la base, suboficial mayor de la fuerza aérea, me dice que funciona. No anda el sonido pero sí, se puede jugar. Con la pantalla apagada y gris parece una pieza abandonada de arte prehistórico.
El personal de la base empieza con la recolección de basura. Las bolsas van en cajón de plástico que se traslada con el pequeño tractor John Deere hasta el incinerador. (Los mecánicos lo apodaron La máquina del mal porque nunca responde del todo bien.) Acompaño caminando al tractor y mientras avanzamos por la playa, un eskua de pelaje opaco se para arriba de una bolsa de nylon. Dos minutos después empieza a picar una de las bolsas. Cuando entiende que no va a conseguir nada, se aleja volando. Ese breve intercambio fallido entre los residuos del hombre y las necesidades de la naturaleza marca una conducta antártica. Hay que cuidar la basura. Empacarla bien. Cuidarla. (Más tarde me cuentan que el eskua se llama Tito y es la mascota de la base. Se mete en las casas y hay que echarlo.)
Almorzamos pastas con estofado de carne. La comida también es muy importante en la base. Mario, el cocinero, y su ayudante, Agustina, trabajan todos los días, salvo el domingo a la noche. Cuando termino, la mayor Vanesa Pia, comandante de la base, se sienta enfrente mío. Hablamos media hora. Es mendocina, de artillería, trabajó en la campaña de asistencia durante la pandemia de covid. Me habla de la función del Ejército durante la cuarentena. La escucho.
Francisco Rebollo Paz, el fotógrafo que viajó conmigo, salió a buscar aves con sus dos cámaras. No hace frío. Yo voy hasta el Cabildo, una casa en una elevación al final de la base. Ahí trabajan los dos informáticos de la base. Me ayudan a mejorar mi conexión. La vista que tienen es inmejorable. Pienso que tengo que volver a hacer fotos. No me tengo que apurar. Uno de los informáticos que va a invernar me dice que se quedaría a vivir en la base. Sobre una mesa hay una guitarra.
Carlini es ya un pequeño poblado. El nombre descriptivo de “base” resulta genérico. Sin los treinta y siete científicos que se fueron cuando llegamos, el lugar alcanza a una población de treinta y nueve habitantes, contando a Rebollo Paz y a mí. Pero pese a esa población reducida, hay muchas construcciones diferentes, complejos de habitaciones, la casa principal, una oficina metereológica, el Laboratorio Dallman, el Cabildo, diferentes dependencias donde se guardan suministros, hacia el oeste, el taller mecánico y el incinerador. Por equivocación, hoy visité la despensa. Abrí un puerta grande y pesada y encontré una puerta frigorífica y un cargamento de bolsas de cebollas.
Nadie sabe lo que puede un paisaje antártico.
De todos los escritores argentinos del siglo XX, que fueron legión, el único que vino a la Antártida fue Juan José de Soiza Reilly. Visitó las Islas Orcadas con su familia. Arlt y Borges estuvieron en la Patagonia. Arlt escribió sus aguafuertes porteñas del país del viento y Borges leyó y reseñó el Ulises, por primera vez en Latinoamérica, antes de viajar a Neuquén. Pero ni ellos ni ningún otro llegó a la Antártida. Ni demostraron el menor interés en el continente. Muy pocos escribieron sobre Malvinas. Y si lo hicieron fueron obras menores, poemas y cuentos de ocasión y por el tema de la guerra. La Antártida entonces se ocupó ella misma de formar a sus propios escritores antárticos argentinos. Tenemos el diario que Sobral compuso durante dos años e incluye esperas, exploraciones y naufragios. Los diarios de Pujato, poco y mal leídos, casi desconocidos. Y las novelas de Mario Luis Olezza, que fue piloto de aviones antárticos. Ya en el siglo XXI, Carlos Godoy re imaginó una conquista antártica en La Limpieza. ¿Qué historia debería contar el novelista antártico?