Jueves a la tarde. Salió el sol. Incluso con sol la base recuerda, cada tanto, a La cosa de Carpenter. También se repite una escena. En algún momento del dia, Rebollo Paz entra en la habitación donde yo estoy escribiendo y dice: “¡Terranova, no sabés las fotos que saqué!”

Desconcentrado, escucho Turandot. Trato de subir algunas fotos a Facebook. La conexión de seis megas no ayuda y si a eso le agregamos los permanentes cortes más y algunas redes sociales acotadas o directamente baneadas, el trabajo periodístico se hace complicado. Mis despachos de notas son lentos para un mundo hiperconectado.

Conversación con Sebastián Robles. Me manda el principio del cuento de John Campbell, en el que se basó Carpenter para hacer La Cosa: “Hedía. Con un hedor extraño, el hedor de una mezcla de olores que sólo conocen las cabañas entre los hielos de un campamento antártico, y en el que se advierten el olor a sudor humano y el denso dejo a aceite de pescado, de grasa de foca derretida. Un dejo a linimento combatía el rancio hedor a pieles impregnadas de sudor y de nieve. El acre olor a grasa de cocinar quemada y el olor animal y no desagradable de los perros, diluidos por el tiempo, se cernían en el aire. Los olores a aceite de máquina que subsistían contrastaban claramente con el de los arneses y cueros. Pero, en cierto modo, entre todo aquel hedor a seres humanos y a sus compañeros -los perros, las máquinas y la cocina- se percibía...”

Le respondí que sí. En Carlini no había perros, ni aceite de pescado, ni grasa de foca. Pero sí olor a cuerpo humano, a encierro, a transpiración nocturna y a orines. Y afuera, el olor a guano de pingüino se abría paso incluso entre el aire frio. Los olores cambian pero la Antártida sigue teniendo olor. En todas las puertas de la casa nueva, cuando uno sale, buscando aire fresco, siempre encuentra antes una cortina de aroma a tabaco rancio, porque es el lugar donde los hombres salen a fumar.

Argentina le ganó dos a cero a Panamá. Cenamos unas excelentes empanadas de carne y nos dieron una lata de cerveza a cada uno. Mañana es feriado y el ambiente era relajado. Durante el partido y para que la transmisión no se cortara, suspendieron la conexión de los teléfonos.

Enfrente me dicen que hay una base coreana. Del otro lado de la isla, una base polaca. Gonzalo Mayor, uno de los buzos de la Armada, me contó que hace unos años trajeron una buzo coreana sin conocimiento. Estaba buceando. Subió perfecto, sin problemas, desde el fondo a la superficie. Se le calló una herramienta. La fue a buscar al fondo sin descomprimir y perdió el conocimiento. La salvaron con la cámara hiperbárica. Le hicieron un tratamiento de descomprensión lenta. Gonzalo me cuenta que si se te cae algo, lo tenés que levantar la próxima inmersión. Hay que respetar la caleta y sus tiempos, me dice.

Viernes, 24 de marzo. La base amanece en silencio. Son las ocho y media de la mañana y todos duermen. Me asomo un poco por la pequeña ventana del baño. El clima se descompuso otra vez. Cuando entro a mi cuenta de correo, encuentro un mensaje de Mirko Stopar desde Noruega. Me dice que va a venir a la Argentina y va a estrenar una película en el Bafici cuya trama es un escritor que se pierde en la Antártida. El estreno argentino es en abril o en mayo y temo aparecer en la pantalla. Tengo que hablar con Jerry para pasar El arponero, otra película de Mirko, en el museo.

David Pizarro me manda algunos mensajes. Está trabajando en un libro sobre Pujato y encontró una foto desconocida donde Pujato aparece con Perón.

Mientras esté conectado con los amigos, lo cual ya implica todo un esfuerzo, no necesito del periodismo. La isla 25 de mayo, la isla desierta con nombre patrio. ¿Cómo sería el gentilicio de los que en el futuro van a nacer y vivir en esta isla? ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?

Hoy al mediodía nos tocó ayudar en la cocina. La comandante de la base nos había excluido de esas tareas que hace, por turnos, todo el personal de la base. Pero yo le pedí a Roger, el encargado, que nos diera un día a Rebollo Paz y a mí. La noticia no le gustó a Rebollo Paz. Me dijo que prefería irse a sacar fotos, sobre todo si el día estaba despejado y con sol. Pero finalmente acepto de buena gana hablar sin parar mientras pelaba cebollas y papas y yo ponía la mesa. Estuvimos de once a dos de la tarde y me quedó muy claro que Mario, el cocinero del Ejército, y Agustina, la ayudante de la Armada, son los que más trabajan de la base. A las siete nos toca preparar la cena de canelones y ensalada de frutas. Mientras escribo, Rebollo Paz duerme roncando en su cama una larga y merecida siesta.

En la base se habla siempre de la base o de la Antártida, nunca de la isla. Si uno se distrae, se olvida de que está en una isla enorme y vacía.

Sábado. Rebollo Paz me despierta con la noticia de que hay un buque afuera de la caleta esperando para entrar. Como está aburrido se preocupa de más por los nuevos huéspedes. “¡Ya llegan! ¡Ya llegan! ¡Qué desastre!” Quizás no esté aburrido, sino que su temperamento sea así, nada más.