Lunes. Conozco buenos refranes. Algunos los repito solo, para mí mismo, como una música aleatoria. Se vuelven fetiches, mantras domésticos. El que se me instaló estos días es certero y bellísimo y dice: A Dios rogando y con el mazo dando. Parece que lo inventó San Bernardo de Claraval en un camino. Un carrero le pidió ayuda celestial para arreglar su carro y el santo le dijo que sí, que iban a rezar juntos, pero que igual siguiera martillando la rueda rota.

Más tarde. Margarita Martínez me dijo que “hay que integrarse dúctilmente a la escena general.” La frase me parece excelente y precisa.

Martes. La teoría de Burroughs que señala al lenguaje como un virus extraterrestre me parece interesante pero incompleta. Creo que el verdadero virus es el dinero. Y que el lenguaje viene a ser una especie de posible anticuerpo. El virus de la lengua nos infecta como civilización y nos sumerge en la inestable vida de los signos pero ¿qué es ese virus comparado con el dinero, entidad que desarrollamos luego, también sígnico? El dinero parece salido directamente de nuestra posibilidad de hablar y de interactuar con signos. En esta relación el lenguaje puede impedir que el dinero crezca y destruya todo. Al final del dinero estaría la extinción. El lenguaje ¿podría ser una barrera de contención? Dinero y lenguaje como bacterias que componen, según la dosis, enfermedad y cura.

Más tarde. Con dolor en los ojos y problemas para leer desde hace dos semanas. Fui a la Biblioteca del Docente en la avenida Entre Ríos para hablar de Malvinas y la Antártida con bibliotecarios. Resultó ameno y no creo haber dicho muchas tonterías. Había otras dos escritoras y cuando terminó nos regalaron un ramo de flores a cada uno. También una novela, Bandidos de Elmore Leonard, para mí. El libro, del cual se editaron cuatro mil ejemplares en 1988, está nuevo. Volví a casa con flores y novela y creo que hacían juego.

Miércoles. Leo sobre el alferez Sobral. Volví a ver The last boy scout. Sigue ahí, tan fresca, oscura y contundente como siempre. Primera frase del libro de Leonard: “Cada vez que recibí una llamada del hospital de leprosos para retirar un cadáver, Jack Delaney se sentía engripado o con algún otro malestar.”

Jueves. El escritor de siempre diciendo cuánto ama a los libros y las bibliotecas públicas, y la biblioteca de su escuela, y la biblioteca del barrio, porque los libros son buenos y leer es bueno y él sabe algo que todos sabemos y que leer hace bien al alma y yo qué sé cuántas vulgaridades más me parece no solo mentiroso sino también desagradable. Nunca dice qué título, ni qué autor, son los libros, y si tiene que citar uno dice Moby Dick u otro similar. Después aclara que los libros son una tecnología perfecta, que nunca será superada, lo cual es falso si se refieren a los libros de papel y tapas que ya empiezan a ser reemplazados por las pantallas. Tenemos espadas hechas hace tres mil años y ningún libro tan viejo. El más viejo tiene apenas mil doscientos años de antigüedad y es un pergamino o un rollo. Ni se acerca. Esa demagogía letrada trae muchos problemas. Montaigne lo sabía, dudaba de ese humanismo calado y repetido. Ahora bien, la bibliotecas siguen siendo lugares importantes, magnéticos, nobles, a veces ocultos, pese a la cultura digital, pese a todo, pese a nosotros mismos. Ésta es mi copa y la rompo. Éste mi caballo y lo suelto.

Más tarde. Lo más interesante siempre queda afuera de los diarios.