Sábado. A las nueve de la mañana llega mi madre con el plomero. El departamento necesitaba algunos arreglos que yo me resistía a encarar. (Sobre todo para no perder una mañana o un día con eso.) El plomero desarmó canillas, cambió cueritos, pegó una bacha y detectó una fuga, muy pequeña, de gas. Mientras él trabajaba, yo desarmé el sifón de la pileta de la cocina que estaba engrasado hasta la obscenidad. Mi madre al verme comprometido –también fui a comprar algunas partes que necesitábamos a la ferretería– me dejó tranquilo. El sifón perdía y lo desarmé y reemplacé con uno nuevo. Mientras hacía eso, calenté agua y le llevé un mate, y ella estaba angustiada, la palabra es suya, porque tengo muchas medias sueltas, sin su par. Veía en eso una imperdonable condición de anarquista y desviado social. El plomero terminó y cobró su buena parte. Y entonces pensé que, bueno, si hay que trabajar de plomero, se puede. (Aunque me desagrada no por el trabajo manual sino porque no tiene, en realidad, ningún desafío.) Después, durante la más apacible tarde, pensé un poco en el amor como esa amistad alocada de la que hablaba Séneca.

Domingo. ¿Cuánto falta para las elecciones? La única actividad continua del progresismo es autofestejarse. ¿Ahora va a autofestejarse defensivamente hasta que gane Milei? Me imagino a Henry Kissinger viendo a Miley en una pantalla, rodeado por la oscuridad de una oficina de su ranch de Nevada… Milei polariza con el progresismo, hoy en el poder. Si vota el aborto, él lo cuestiona. Cárcel a los genocidas, él cuestiona. Educación pública, ofrece vouchers. Todo es irreal salvo esa polarización. Por eso, la reafirmación de la estrangulación progre es campaña para Milei.

Lunes. Euforia y disforia. Después de Chacabuco, siempre tenés una Cancha Rayada. Después de Ayacucho, surgen los infinitos y muy poco épicos conflictos del gobernar. Del mármol al barro. Me gustaría escribir una novela bélica sobre las guerras de la Independencia, siguiendo Meridiano de sangre, aunque más melancólico, pero también un poco gore. Punto de vista de un oficial español, criollo pero fiel a la corona, que mira a los revolucionarios con cierta simpatía aunque no le gusta que sean tan masones, pro británicos, anti-españoles… No un tocho histórico, más bien un diario, tiros, torturas, paisajes, una bandera abandonada en el campo de batalla, una carta escrita a una mujer.

Más tarde. Non est mentula quod digitus. Por años pensé que ese verso era de Catulo, y no, es de Marcial. ¿De dónde viene el equívoco? No es una pija sino un dedo. Que también se puede traducir: un dedo no es una pija.

Martes. Sobre Avellaneda, esquina Boyacá, vieja parada de diarios, oscura, al costado de la panadería de la esquina. Miro sin mirar. Ofrece, entre todo lo que tiene, un vinilo: This is our music! de Ornette Coleman. Lo veo y sigo. Pero pienso que todavía hay esperanza.

Miércoles. En la feria Migra compré Monolítico, una plaqueta de fotos del arquitecto chileno Claudio Troncoso Rojas. La plaqueta solo tiene fotos, muy poco, casi nada de texto. El texto central del libro, aparte del título, dice: “Monolítico es una serie de fotografías que registran estructuras contundentes, presentes en el territorio del AMBA. Volumetrías establecidas, en proceso de construcción o en estado de abandono.” Las fotos, en blanco y negro, son elocuentes, y en la serie, hablan de un material, casi excluyente, el hormigón, y de cómo se pensó ese espacio, el AMBA, y cómo se lo ocupó y cómo se lo abandona. El ensayo fotográfico es lírico y duro, al mismo tiempo. Hay una arquitectura argentina que todavía vive en la edad de oro de la ciencia ficción. Por sus encuadres y su tono de grises, hay momentos en que Monolítico parece el story board de una secuela de Invasión, la película de Hugo Santiago. A mí me inspira, me dan ganas de escribir, de agregar palabras en esas imágenes. This is our music.