Los hombres de los pantanos de Federico Sironi apareció en el 2011 por la editorial Nova Express y, salvo por la lectura de algunos amigos, pasó bastante desapercibido. Con forma de catálogo, Sironi componía un upgrade sintetizado, químico y fragmentario del Adán Buenos Aires. Cada capítulo del libro describía a un personaje, lo situaba y perfilaba. Así nos enterábamos de la existencia del Hombre Bombacha, un artista invertido que “muchas veces creyó estar embarazado”, también del Acertijo, un loco del Borda cuya frase preferida era “¡Soy más malo que Hitler!”, y del Ministro, un asesor jurídico que llevaba “en su personalidad la civilización y la barbarie a la vez.” Me acuerdo de haber leído y releído el libro con interés y, sobre todo, con admiración por esa etnografía eficiente, creativa y desfachatada. (Bastante tiempo después, Dante Sironi, el hijo menor de Federico, me confirmó que todos esos personajes existían y circulaban en una zona que iba del Abasto al Bajo Flores.)
Los hombres de los pantanos era apenas uno de los libros de Sironi y solo una parte acotada de su existencia y su obra. Cuando lo conocí en persona, una tarde en el bar El Coleccionista, él mismo fue completando esa multitud que lo rodeaba y habitaba, citando todo tipo de dipsómanos, marginados, trapicheros y profesionales lumpenizados. Me acuerdo que estaba leyendo a Churchill y me contó al detalle el proceso por el cual le habían dado, al primer ministro británico, el premio Nobel de Literatura.
Sironi había estudiado Letras en la Universidad de Buenos Aires en los 70, a principios de los 80 había pasado del alcohol y la cocaína a ser padre de familia, yendo y viniendo mientras escribía y se ganaba la vida como taquígrafo en los juicios a las Juntas Militares. En la segunda parte de la década viajó como interventor a la provincia de Corrientes con un grupo de la Juventud Peronista y en los 90 tuvo un rol, a la vez destacado y bizarro, como dirigente barrial y librero en el Parque Rivadavia. Ya en el siglo XXI publicó una novela, Los infieles, que describe su generación y a sus amigos.
Cuando lo conocí, escribía un ensayo sobre Stephen King, autor que me confesó lo divertía y lo atrapaba.
– ¿Te gustaría conocerlo?–le pregunté.
– ¿A quién?
– A King.
– No –me respondió.
Se quedó pensando unos segundos.
– No –volvió a decir.
Lo que escribía se convirtió en un libro que terminó saliendo con el título Stephen King, alabanza y crítica. Pero yo seguí prefiriendo el Sironi que, de la mano de inflexiones eruditas y abismales encuentros con la violencia, armaba cuadros, tanto en su prosa como en su narración oral, que complejizaban la marginalidad. Los hombres de los pantanos no sólo tenían el saber de su subsistencia, sino que también podían aspirar, poseer y administrar muchos otros saberes. Entre los retratados, por ejemplo, estaba Orson, “que a menudo es acusado de kantiano por sus amigos”, escribía poesía barroca y desmerecía “en todas las conversaciones la noción del tiempo sucesivo.” Me gustaba ese personaje pero mi preferido era Charles, el psiquiatra paranoico que, imposibilitado de ejercer su profesión, hacía traducciones para otros psiquiatras que le pagaban con ropa usada. Charles era “el doctor de los pantanos” y diagnosticaba “a todas las personas por su mero semblante.” El libro encontraba en él a su carácter más logrado. De hecho, había algo que ponía al insalubre Charles cerca de Sironi, un desdoblamiento que lo acercaría incluso al lector, una promesa de conciencia que, aunque pútrida, lograba desplegarse y mirar a todos los demás actores del libro. “Cuando llega a su casa con signos de estar alcoholizado, su madre le pega con un palo en la cabeza, cosa que él acepta con naturalidad” escribía Sironi y después agregaba que, de todo el amenazante conjunto, solamente él, Charles, podría entrañar “cierto peligro para terceros”, pero “no más que los médicos legalizados por las instituciones de la salud.”
Los hombres de los pantanos resultaba un friso sensorial, ambiguo, de relieves inesperados y extremadamente porteños. El libro cerraba con un banquete final, un “asadito frío”, que se comía de parado, en la penumbra del Parque Centenario. La escena tenía la fuerza de la clandestinidad efímera que se apoya en una larga y nutrida tradición nacional. Usando al pantano como rotunda metáfora y hábitat natural de marginales y marginados, recreando vagabundeos, conflictos, reacciones y peleas, Federico Sironi terminaba componiendo un ensayo de costumbres intenso y breve, una novela potencial y atomizada.
Cuando nos despedimos esa tarde, Sironi me gritó, a modo de saludo final: “¡Terranova, la lucha siempre es contra el progre! ¡No lo olvidemos!”
Todos tenemos nuestros pantanos y nuestros hombres de los pantanos. Si elegimos escribir –si elegimos el oprobioso y complejo hábito de la escritura– no hay forma que no escribamos sobre ellos.
Después del encuentro en El Coleccionista vino la epidemia de covid, la cuarentena y me lo volví a encontrar a Sironi en Beccar. Lo fui a visitar a una especie de asilo pulcro, donde estaba recluido. Se lo veía bien. Era marzo del 2022. Me quedé un rato y hablamos muchos temas. Sironi es un conversador amable, abundante y preciso. Esa tarde, compartimos una anécdota sobre el psiquiatra de Faulkner y con una sonrisa de resignación él dijo que su mundo, el de fines del siglo XX, ya no existía. No existían para él los amigos, ni las noches, ni las mujeres, ni los excesos. Aunque también confesó con picardía que seguía escribiendo, incluso más que antes. Ahora, cada tanto, me manda audios con su voz distintiva, grave y acuosa. Los audios saltan de tema en tema:
“Buenas Noches, Juancho, estoy sereno porque la tranquilidad está en los cementerios. Tengo una hija feminista. ¿Sabías?”
“Terranova, Putín va a ser peor que Stalin. Ayer no dormí, me quedé escribiendo. Ahora estoy tomando un café.”
“Hola Juancho, me voy a quedar acá un año y medio más. Vení a verme cuando quieras. Traduje unos poemas del inglés. Hay que escribir breve. Voy a ser abuelo.”
“Ayer me lastimé las rodillas, Juancho, ando con un bastón. Pero de la cabeza bien, nunca estuve mejor. Recuerdo idiomas de vidas pasadas. Es útil eso. Bah, a mí me resulta útil. Todo el peronismo serio cerró con Milei.”
“Juan Terranova, ¿cómo estás? Yo fui Tacuara, Juan Terranova. Y voluntario en la guerra de Malvinas. No me llamaron. Todos fuimos voluntarios. Todos queríamos ir.”
A veces escucho audios suyos antes de irme a dormir. Es mi forma de saludar sin molestarlo y agradecer por su talento y su amistad.